Existe un antiguo cuento que expresa muy bien lo que significa el Adviento. Describe un pueblo que tenía un castillo y con una vida muy aburrida. Un día el rey informó al pueblo de que habían llegado noticias de que Dios, en persona, vendría a visitar el país y probablemente pasaría por aquel pueblito. El pueblo estalló de entusiasmo. La gente se puso a embellecer su ciudad y nombraron a un noble habitante como el centinela de la llegada de Dios; él debía estar atento, vigilando en una torre, y avisar a todos la llegada del Creador del universo.
El centinela imaginaba las diversas maneras en que Dios podría hacer su entrada al pueblo y permanecía, esperando ese momento, con los ojos muy abiertos. Pasaron los días y las noches, y Dios no llegaba. El pueblo se fue olvidando de esa idea de que Dios vendría. El mismo centinela, que antes pasaba las noches enteras sin dormir, aguardando la llegada de Dios, ahora se entregaba al sueño todas las noches. Era incapaz de vivir concentrado sólo en aquella misteriosa espera. A pesar de que sus esperanzas se fueron debilitando, el centinela decidió seguir viviendo en la torre.
Cuando sintió la muerte cercana por la enfermedad, se dijo: "He pasado toda mi vida esperando a Dios y me voy a morir sin verlo". Entonces escuchó una voz a sus espaldas, que le decía: "¿Es que no me conoces?" El centinela se llenó de inmensa alegría y le dijo: "¿Por qué me hiciste esperar tanto?" “¿Por dónde viniste que yo no me di cuenta?” Y la voz respondió: “Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que me esperan, pueden verme”. El alma del centinela se llenó de un gozo inmenso, y ya casi muerto, como estaba, se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
El Adviento es un tiempo para rejuvenecer, un tiempo para despertar al joven que llevamos dentro y que no debe morir. Hay algo muy noble que llevan los jóvenes en el corazón y que nunca debe perderse. Ese algo son los sueños de grandeza, los grandes ideales que son capaces de inspirar toda una vida. Cuando habitaba en el desierto, Juan el Bautista encendió los sueños de su generación. Les anunciaba a Aquel que iba a venir y que era infinitamente más grande que Juan. La gente que escuchaba al Bautista iba al desierto no a escuchar palabra bonitas, sino a escuchar cuáles eran las exigencias y cómo habría que disponer el corazón para recibir al Mesías.
Cuando éramos jóvenes hubo algún Bautista que despertó nuestros sueños. Quienes entramos en el Seminario teníamos el deseo de ser santos, de conquistar almas para Jesús, quizá de glorificar a Dios con el martirio de una vida inmolada. Los que contrajeron matrimonio recordarán aquellas palabras muy bellas que decían a sus enamorados, los poemas de amor que escribieron y cómo colmaron de detalles su relación de noviazgo. Otros soñaron con estudiar una carrera universitaria y llegar a ser grandes médicos, abogados o ingenieros. Hay quienes la experiencia de su primera Comunión o de su Confirmación les despertó el deseo de una vida entregada a Dios y al servicio de sus hermanos.
Sin embargo el tiempo pasó y nos fuimos acomodando. Nuestro corazón se fue desgastando y los sueños que acariciamos se transformaron en rutina y tibieza. Los sacerdotes y religiosas podemos convivir con el aburguesamiento y hasta con el pecado. Aquellos enamorados en el noviazgo hoy apenas se dirigen la palabra en el matrimonio. Quienes iniciaron su carrera universitaria acabaron por apagar sus sueños. Conocemos a muchos que con enorme ilusión hicieron su Primera Comunión o su Confirmación, pero pasaron los años y hoy son personas que hablan mal de Dios y de la Iglesia. ¿Dónde quedaron aquellos ideales que eran capaces de encauzar toda una vida?
Adviento es una invitación a ponernos en camino, a buscar aquella época en que todavía no estábamos acomodados. Es un tiempo para regresar a aquel tiempo en el que creíamos en la fuerza de un poema, o en el sentido de una marcha de protesta. Es tiempo para recuperar la certeza de que una noche de oración puede cambiar el mundo. Si así lo hacemos, descubriremos que en esos ideales Dios estaba presente . En ellos Él nos estaba llamando, porque en el fondo de nuestros sueños estábamos buscando a Dios. Regresar a recuperarlos es despertar, entonces, el deseo de que Jesús venga a nuestra vida, que venga a mí.
El centinela imaginaba las diversas maneras en que Dios podría hacer su entrada al pueblo y permanecía, esperando ese momento, con los ojos muy abiertos. Pasaron los días y las noches, y Dios no llegaba. El pueblo se fue olvidando de esa idea de que Dios vendría. El mismo centinela, que antes pasaba las noches enteras sin dormir, aguardando la llegada de Dios, ahora se entregaba al sueño todas las noches. Era incapaz de vivir concentrado sólo en aquella misteriosa espera. A pesar de que sus esperanzas se fueron debilitando, el centinela decidió seguir viviendo en la torre.
Cuando sintió la muerte cercana por la enfermedad, se dijo: "He pasado toda mi vida esperando a Dios y me voy a morir sin verlo". Entonces escuchó una voz a sus espaldas, que le decía: "¿Es que no me conoces?" El centinela se llenó de inmensa alegría y le dijo: "¿Por qué me hiciste esperar tanto?" “¿Por dónde viniste que yo no me di cuenta?” Y la voz respondió: “Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que me esperan, pueden verme”. El alma del centinela se llenó de un gozo inmenso, y ya casi muerto, como estaba, se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
El Adviento es un tiempo para rejuvenecer, un tiempo para despertar al joven que llevamos dentro y que no debe morir. Hay algo muy noble que llevan los jóvenes en el corazón y que nunca debe perderse. Ese algo son los sueños de grandeza, los grandes ideales que son capaces de inspirar toda una vida. Cuando habitaba en el desierto, Juan el Bautista encendió los sueños de su generación. Les anunciaba a Aquel que iba a venir y que era infinitamente más grande que Juan. La gente que escuchaba al Bautista iba al desierto no a escuchar palabra bonitas, sino a escuchar cuáles eran las exigencias y cómo habría que disponer el corazón para recibir al Mesías.
Cuando éramos jóvenes hubo algún Bautista que despertó nuestros sueños. Quienes entramos en el Seminario teníamos el deseo de ser santos, de conquistar almas para Jesús, quizá de glorificar a Dios con el martirio de una vida inmolada. Los que contrajeron matrimonio recordarán aquellas palabras muy bellas que decían a sus enamorados, los poemas de amor que escribieron y cómo colmaron de detalles su relación de noviazgo. Otros soñaron con estudiar una carrera universitaria y llegar a ser grandes médicos, abogados o ingenieros. Hay quienes la experiencia de su primera Comunión o de su Confirmación les despertó el deseo de una vida entregada a Dios y al servicio de sus hermanos.
Sin embargo el tiempo pasó y nos fuimos acomodando. Nuestro corazón se fue desgastando y los sueños que acariciamos se transformaron en rutina y tibieza. Los sacerdotes y religiosas podemos convivir con el aburguesamiento y hasta con el pecado. Aquellos enamorados en el noviazgo hoy apenas se dirigen la palabra en el matrimonio. Quienes iniciaron su carrera universitaria acabaron por apagar sus sueños. Conocemos a muchos que con enorme ilusión hicieron su Primera Comunión o su Confirmación, pero pasaron los años y hoy son personas que hablan mal de Dios y de la Iglesia. ¿Dónde quedaron aquellos ideales que eran capaces de encauzar toda una vida?
Adviento es una invitación a ponernos en camino, a buscar aquella época en que todavía no estábamos acomodados. Es un tiempo para regresar a aquel tiempo en el que creíamos en la fuerza de un poema, o en el sentido de una marcha de protesta. Es tiempo para recuperar la certeza de que una noche de oración puede cambiar el mundo. Si así lo hacemos, descubriremos que en esos ideales Dios estaba presente . En ellos Él nos estaba llamando, porque en el fondo de nuestros sueños estábamos buscando a Dios. Regresar a recuperarlos es despertar, entonces, el deseo de que Jesús venga a nuestra vida, que venga a mí.
No nos conformemos con vivir como aquel pueblo del viejo cuento, que esperaba a Dios y que terminó por bajarse de la torre para vivir una vida aburrida alrededor de un castillo. El Señor viene, y el Adviento puede ser muy fecundo.
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