Es hora de que los varones católicos despertemos. Leyendo al diácono Harold Burke-Sivers, quien en su libro “Behold the man”, habla de la urgencia de una espiritualidad masculina, nos damos cuenta de que el hombre, como fuerza para su familia y líder espiritual de su esposa y de sus hijos, es una especie en vías de extinción. Creados para la grandeza de alma, los hombres hoy estamos optando por la mediocridad. La pornografía esclaviza a millones de varones casados que la prefieren por encima del acto conyugal con sus esposas. También quienes viven célibes son hechos prisioneros fáciles de vicios que retrasan su madurez afectiva y los incapacitan para una donación plena a Dios, o para formar una familia. La masculinidad está en crisis, y ello afecta también al clero. Basta ver el tema de los escándalos por abuso sexual contra menores de edad para darnos cuenta de que también hay crisis en la masculinidad del sacerdote.
Por qué hemos llegado a este punto, es la pregunta. Somos hijos de nuestro tiempo y la cultura secularista moldea nuestro pensamiento. La revolución sexual ha hecho creer que el sexo ha dejado de ser donación y procreación responsable y que lo podemos utilizar como entretenimiento; la ideología de género hoy nos repite que hombres y mujeres podemos elegir el sexo que queramos, y de esa manera crece la confusión sobre nuestra identidad. Pero además ¿qué frutos podemos esperar de una sociedad carente de valores morales sólidos, donde la verdad se ha vuelto relativa y la virtud escasa?, ¿de una sociedad que además se avergüenza de su pasado católico y de su historia? Si el laicismo ateo continúa modelando nuestro pensamiento, la familia como institución acabará por destruirse.
Hay además una herencia cultural machista que nos ha afectado. El machismo es una deformación del varón. La cultura por mucho tiempo ha dicho a los varones que mientras que seamos ‘buenas personas’, mientras que no hagamos mal a nadie, todo está bien; que nadie debe imponernos sus valores morales y que cada uno es libre para elegirlos; que somos el centro del universo y los árbitros supremos de la verdad. Muchos han creído que el sexo, el dinero y el poder son el motor de sus vidas, y de esa manera se han vuelto una caricatura de la masculinidad.
De las familias nos están echando. Hoy muchas mujeres se embarazan de algún hombre ocasional para tener solas a sus hijos. No nos necesitan. Millones de mujeres solas crían a sus pequeños porque hay una generación de padres ausentes. Y cuando el varón cree que el amor es un sentimiento sin compromiso y se habitúa a fornicar fuera de casa con otras mujeres, suele dejar hijos sin padre que los cuide. Así tenemos familias muy débiles porque la ausencia del padre se acepta como una norma. En ciertas parroquias sucede algo similar cuando la ausencia del padre espiritual de la comunidad -el sacerdote- se vuelve habitual, teniendo a los fieles desatendidos y desorientados.
Con esta mentalidad machista y egocéntrica, no nos extrañe que muchos hombres vean a la Iglesia como una institución hostil que les roba la libertad. Dave McClow afirma que la Iglesia está perdiendo varones. En Estados Unidos, a las misas dominicales acude un 60 por ciento de mujeres y 40 de varones. Es muy probable que en México la desproporción sea aún mayor. En aquel país, el 76% de los bautizados no asiste regularmente a las iglesias. En México no estamos mejor. Sin embargo, si los padres hombres creyeran que asistir a la Iglesia es importante y acudieran, sus hijos y sus esposas los seguirían. Los padres varones tienen un efecto profundo en sus hijos.
Un estudio en Suiza (1) muestra que si la madre y el padre acuden a la iglesia con frecuencia, el 34% de los niños también asistirá con regularidad. Si la madre asiste regularmente y el padre lo hace de manera irregular o no lo hace, sólo el 2 o 3% de los hijos continuará asistiendo. Pero si el padre asiste regularmente y la madre no lo hace, el porcentaje de perseverancia de los hijos sube hasta el 44%. Estos datos nos dicen que naturalmente los hombres somos los que lideramos a los hijos a relacionarse con el mundo, mientras que las mujeres les enseñan cuestiones de intimidad del hogar y la alimentación. Si nosotros dejamos de ser líderes espirituales de los hijos en su relación con Dios, ellos también desertarán y vagarán errantes por el mundo, como ovejas sin pastor.
Los hombres debemos dejar de ser vergüenza para nuestras familias y para la Iglesia, y hemos de recuperar el liderazgo que nos corresponde. En este mundo tan confuso se precisa, pues, de una espiritualidad varonil que tenga como modelo a Jesucristo, varón perfecto, y que tenga como guía la doctrina segura de la Iglesia y sus enseñanzas morales. Sólo siguiéndolo a Él y madurando en nuestra masculinidad como padres de una familia de carne, o sacerdotes plenamente entregados a nuestras comunidades parroquiales, podremos ser los líderes que merece la sociedad y la Iglesia.
(1) El estudio citado se llama “The Demographic Characteristics of the Linguistic and Religious Groups in Switzerland”, es de Werner Haugh y Phillipe Warner, y aparece en el artículo “Toward a Theology of Authentic Masculinity” en el blog Patheos, 4 de diciembre de 2013: http://www.patheos.com/blogs/faithonthecouch/2013/12/toward-a-theology-of-authentic-masculinity/
Por qué hemos llegado a este punto, es la pregunta. Somos hijos de nuestro tiempo y la cultura secularista moldea nuestro pensamiento. La revolución sexual ha hecho creer que el sexo ha dejado de ser donación y procreación responsable y que lo podemos utilizar como entretenimiento; la ideología de género hoy nos repite que hombres y mujeres podemos elegir el sexo que queramos, y de esa manera crece la confusión sobre nuestra identidad. Pero además ¿qué frutos podemos esperar de una sociedad carente de valores morales sólidos, donde la verdad se ha vuelto relativa y la virtud escasa?, ¿de una sociedad que además se avergüenza de su pasado católico y de su historia? Si el laicismo ateo continúa modelando nuestro pensamiento, la familia como institución acabará por destruirse.
Hay además una herencia cultural machista que nos ha afectado. El machismo es una deformación del varón. La cultura por mucho tiempo ha dicho a los varones que mientras que seamos ‘buenas personas’, mientras que no hagamos mal a nadie, todo está bien; que nadie debe imponernos sus valores morales y que cada uno es libre para elegirlos; que somos el centro del universo y los árbitros supremos de la verdad. Muchos han creído que el sexo, el dinero y el poder son el motor de sus vidas, y de esa manera se han vuelto una caricatura de la masculinidad.
De las familias nos están echando. Hoy muchas mujeres se embarazan de algún hombre ocasional para tener solas a sus hijos. No nos necesitan. Millones de mujeres solas crían a sus pequeños porque hay una generación de padres ausentes. Y cuando el varón cree que el amor es un sentimiento sin compromiso y se habitúa a fornicar fuera de casa con otras mujeres, suele dejar hijos sin padre que los cuide. Así tenemos familias muy débiles porque la ausencia del padre se acepta como una norma. En ciertas parroquias sucede algo similar cuando la ausencia del padre espiritual de la comunidad -el sacerdote- se vuelve habitual, teniendo a los fieles desatendidos y desorientados.
Con esta mentalidad machista y egocéntrica, no nos extrañe que muchos hombres vean a la Iglesia como una institución hostil que les roba la libertad. Dave McClow afirma que la Iglesia está perdiendo varones. En Estados Unidos, a las misas dominicales acude un 60 por ciento de mujeres y 40 de varones. Es muy probable que en México la desproporción sea aún mayor. En aquel país, el 76% de los bautizados no asiste regularmente a las iglesias. En México no estamos mejor. Sin embargo, si los padres hombres creyeran que asistir a la Iglesia es importante y acudieran, sus hijos y sus esposas los seguirían. Los padres varones tienen un efecto profundo en sus hijos.
Un estudio en Suiza (1) muestra que si la madre y el padre acuden a la iglesia con frecuencia, el 34% de los niños también asistirá con regularidad. Si la madre asiste regularmente y el padre lo hace de manera irregular o no lo hace, sólo el 2 o 3% de los hijos continuará asistiendo. Pero si el padre asiste regularmente y la madre no lo hace, el porcentaje de perseverancia de los hijos sube hasta el 44%. Estos datos nos dicen que naturalmente los hombres somos los que lideramos a los hijos a relacionarse con el mundo, mientras que las mujeres les enseñan cuestiones de intimidad del hogar y la alimentación. Si nosotros dejamos de ser líderes espirituales de los hijos en su relación con Dios, ellos también desertarán y vagarán errantes por el mundo, como ovejas sin pastor.
Los hombres debemos dejar de ser vergüenza para nuestras familias y para la Iglesia, y hemos de recuperar el liderazgo que nos corresponde. En este mundo tan confuso se precisa, pues, de una espiritualidad varonil que tenga como modelo a Jesucristo, varón perfecto, y que tenga como guía la doctrina segura de la Iglesia y sus enseñanzas morales. Sólo siguiéndolo a Él y madurando en nuestra masculinidad como padres de una familia de carne, o sacerdotes plenamente entregados a nuestras comunidades parroquiales, podremos ser los líderes que merece la sociedad y la Iglesia.
(1) El estudio citado se llama “The Demographic Characteristics of the Linguistic and Religious Groups in Switzerland”, es de Werner Haugh y Phillipe Warner, y aparece en el artículo “Toward a Theology of Authentic Masculinity” en el blog Patheos, 4 de diciembre de 2013: http://www.patheos.com/blogs/faithonthecouch/2013/12/toward-a-theology-of-authentic-masculinity/
Que gran verdad hay en todo esto. La mayoría de las veces se dice que nosotros las mujeres somos el ejemplo para ir a misa para niesteos hijos. Pero aquí se comprueba que en realidad son los Papás quien liderean este ejemplo
ResponderBorrarMargarita, recuerdo haber leído que el niño Karol Wojtyla (después Juan Pablo II) quedó fuertemente impresionado cuando veía a su papá rezar el Rosario de rodillas, diariamente. El ejemplo de su padre tuvo una enorme influencia para su relación con DIos y su vocación sacerdotal.
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