Desde que se supo de su muerte, los medios de comunicación no han dejado de reproducir sus canciones y hablar de su trayectoria artística. El pueblo llora la partida de Juan Gabriel, uno de los grandes íconos de la música popular en México en las últimas décadas. Más que una gran figura del espectáculo, el divo de Juárez se convirtió en leyenda, y mucho agradecemos los juarenses las muestras de afecto que Juan Gabriel expresó por todo el mundo a la ciudad donde inició su carrera. Sobran los elogios a la estrella y los recuerdos de sus canciones. Muchos hablan de su vida, pocos de su muerte.
¿Quién imaginaba que unas horas después de su concierto en Los Ángeles el divo estaría muerto? “Se veía muy bien en el concierto” “No parecía cansado ni enfermo”, dijeron algunos que lo conocían. La causa de su defunción la dieron a conocer sus familiares: infarto al miocardio. Hoy sabemos que desde hace años Alberto Aguilera padecía problemas cardiovasculares. Sus fans en El Paso se quedaron con su boleto en la mano y sus ilusiones rotas por verlo en el concierto que nunca llegó. ¿Acaso no tenía Juan Gabriel otros espectáculos pendientes en su gira por Estados Unidos? ¿No había bocetos de canciones en su mente y discos por grabar? Todo terminó con la llegada sorpresiva de la muerte.
Gracias a Dios a nosotros, como a Juan Gabriel, se nos ha ocultado la hora de nuestra muerte. La mitología griega enseñaba que antiguamente los hombres conocían la hora de su muerte, lo que los hacía vivir obsesionados por la certidumbre de la hora. Pero Prometeo los libró de conocer esa hora de su cita con la muerte, haciendo incierta la hora. ‘Mors certa, sed hora incerta’ dice una famosa frase latina. Así fue la hora de Juan Gabriel.
Durante la semana posterior a la muerte del divo de Juárez, frente a la mansión de la avenida 16 de septiembre que fuera de su propiedad, se reunieron muchos juarenses para cantar, orar, llevar flores, encender velas en homenaje a su ídolo. Es curioso. La muerte de Juan Gabriel la vive el pueblo y no Juan Gabriel. Él sólo cerró sus ojos y su cuerpo se convirtió en un cadáver, pero su muerte la está viviendo su gente. La muerte de nuestros seres queridos la experimentamos quienes nos quedamos con ese vacío y ese dolor que nos deja su partida, mientras que ellos ya no están. El dolor que se queda aquí abajo es quizá mayor que el dolor de aquel que ha partido.
Dice Fabrice Hadjadj que “cuando somos pequeños, creemos en las casas habitadas por espíritus; cuando nos hacemos mayores, dejamos de creer en ellas, pero somos nosotros los habitados por espíritus de verdad. Nuestra cultura está hecha de difuntos. No hay ni una sola calle que no tenga el nombre de uno de ellos. Lo mismo el profesor de literatura que el sabio o el filósofo fundamentalmente dialogan con ellos: ‘Hoy, hijos míos, un poema de Víctor Hugo’, o bien: ‘Ahora la física de Newton’. Así las canciones y videos de Juan Gabriel, el eje vial que lleva su nombre, la gran plaza del centro histórico, el próximo museo, todo ello hará que su espíritu siga habitando entre nosotros.
A través de su música Juan Gabriel buscaba vivir, de alguna manera, en el alma de su pueblo. En sus conciertos se entregaba cantando durante horas. Era un ser que buscaba el amor y la comunión con su gente. Pero más allá de su público, el artista de Ciudad Juárez estaba en búsqueda de un Amor infinito y eterno. Lo buscó a su manera y lo expresó en su canto. Sabemos que no fue educado en la piedad cristiana ni su familia le dio la oportunidad de conocer la fe que muchos tenemos. ¿Quién soy yo para juzgar?, dijo el papa Francisco. Solamente hemos de orar por él para que el Señor lo purifique de sus culpas, sea misericordioso con él y lo conduzca a la morada eterna.
Miremos la muerte de Juan Gabriel de frente. El que conoció la gloria en los escenarios del mundo ha sido reducido a un puño de cenizas. Su grandeza no estaba en su talento sino en cómo supo ponerlo al servicio de los demás y en las obras de amor que pudo haber acumulado durante su vida. Es lo único que podemos presentar delante de Dios para merecer la vida eterna. Que su muerte abrupta avive nuestro deseo de bienaventuranza y que lance cada vez más arriba nuestra esperanza, hasta llevarla más allá de este mundo que pasa.
¿Quién imaginaba que unas horas después de su concierto en Los Ángeles el divo estaría muerto? “Se veía muy bien en el concierto” “No parecía cansado ni enfermo”, dijeron algunos que lo conocían. La causa de su defunción la dieron a conocer sus familiares: infarto al miocardio. Hoy sabemos que desde hace años Alberto Aguilera padecía problemas cardiovasculares. Sus fans en El Paso se quedaron con su boleto en la mano y sus ilusiones rotas por verlo en el concierto que nunca llegó. ¿Acaso no tenía Juan Gabriel otros espectáculos pendientes en su gira por Estados Unidos? ¿No había bocetos de canciones en su mente y discos por grabar? Todo terminó con la llegada sorpresiva de la muerte.
Gracias a Dios a nosotros, como a Juan Gabriel, se nos ha ocultado la hora de nuestra muerte. La mitología griega enseñaba que antiguamente los hombres conocían la hora de su muerte, lo que los hacía vivir obsesionados por la certidumbre de la hora. Pero Prometeo los libró de conocer esa hora de su cita con la muerte, haciendo incierta la hora. ‘Mors certa, sed hora incerta’ dice una famosa frase latina. Así fue la hora de Juan Gabriel.
Durante la semana posterior a la muerte del divo de Juárez, frente a la mansión de la avenida 16 de septiembre que fuera de su propiedad, se reunieron muchos juarenses para cantar, orar, llevar flores, encender velas en homenaje a su ídolo. Es curioso. La muerte de Juan Gabriel la vive el pueblo y no Juan Gabriel. Él sólo cerró sus ojos y su cuerpo se convirtió en un cadáver, pero su muerte la está viviendo su gente. La muerte de nuestros seres queridos la experimentamos quienes nos quedamos con ese vacío y ese dolor que nos deja su partida, mientras que ellos ya no están. El dolor que se queda aquí abajo es quizá mayor que el dolor de aquel que ha partido.
Dice Fabrice Hadjadj que “cuando somos pequeños, creemos en las casas habitadas por espíritus; cuando nos hacemos mayores, dejamos de creer en ellas, pero somos nosotros los habitados por espíritus de verdad. Nuestra cultura está hecha de difuntos. No hay ni una sola calle que no tenga el nombre de uno de ellos. Lo mismo el profesor de literatura que el sabio o el filósofo fundamentalmente dialogan con ellos: ‘Hoy, hijos míos, un poema de Víctor Hugo’, o bien: ‘Ahora la física de Newton’. Así las canciones y videos de Juan Gabriel, el eje vial que lleva su nombre, la gran plaza del centro histórico, el próximo museo, todo ello hará que su espíritu siga habitando entre nosotros.
A través de su música Juan Gabriel buscaba vivir, de alguna manera, en el alma de su pueblo. En sus conciertos se entregaba cantando durante horas. Era un ser que buscaba el amor y la comunión con su gente. Pero más allá de su público, el artista de Ciudad Juárez estaba en búsqueda de un Amor infinito y eterno. Lo buscó a su manera y lo expresó en su canto. Sabemos que no fue educado en la piedad cristiana ni su familia le dio la oportunidad de conocer la fe que muchos tenemos. ¿Quién soy yo para juzgar?, dijo el papa Francisco. Solamente hemos de orar por él para que el Señor lo purifique de sus culpas, sea misericordioso con él y lo conduzca a la morada eterna.
Miremos la muerte de Juan Gabriel de frente. El que conoció la gloria en los escenarios del mundo ha sido reducido a un puño de cenizas. Su grandeza no estaba en su talento sino en cómo supo ponerlo al servicio de los demás y en las obras de amor que pudo haber acumulado durante su vida. Es lo único que podemos presentar delante de Dios para merecer la vida eterna. Que su muerte abrupta avive nuestro deseo de bienaventuranza y que lance cada vez más arriba nuestra esperanza, hasta llevarla más allá de este mundo que pasa.
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