La historia de la humanidad es incomprensible sin la noción del cielo. El hombre de todos los tiempos ha soñado con vivir en el paraíso. Religiosos y ateos por igual. Los que creemos en Dios aspiramos un día a la felicidad perfecta más allá de este mundo. Los ateos, por otra parte, aspiran a crear una especie de paraíso social en la tierra, donde el hombre pueda encontrar la satisfacción de todas sus necesidades materiales. Se trata, sobre todo por la experiencia histórica los últimos siglos, de un falso paraíso.
Carlos Marx decía que la religión era el opio del pueblo. El hombre, por pensar en el cielo, se olvidaba de construir la justicia en la tierra. Por eso había que sacudirse de las religiones. Su visión de la vida arrastró a millones de personas a rechazar a Dios para aspirar a la dictadura del proletariado, una especie de cielo en la tierra que se conseguiría con la abolición de todas las clases sociales. Lo único que resultó fue una Babilonia luciferina que terminó en el año 1989 cuando cayó el último ladrillo del Muro de Berlín.
Existe un deseo del corazón del hombre que no se puede suprimir. Anhelamos una condición de vida donde toda lágrima sea enjugada, y donde no exista más la muerte, ni el lamento, ni las fatigas y luchas cotidianas. El cielo se puede comprender solamente en referencia a la aspiración del hombre a la felicidad. Y la felicidad no es otra cosa, enseña san Agustín, que poseer la Verdad, y poseer la Verdad es poseer a Dios.
La posesión plena de Dios es imposible en la tierra. La experiencia nos dice que en esta vida estamos sujetos a innumerables males, de los cuales la muerte los resume todos. La vida se entreteje de pequeñas y auténticas alegrías, pero todas estas están muy lejos de poder colmar el hambre infinita de belleza, de verdad y de amor que existe en el corazón humano.
Es grandiosa la visión del cristianismo sobre el deseo de felicidad en el hombre. La historia sagrada se abre, en el Génesis, con la imagen del paraíso, y se cierra con una maravillosa visión de los cielos nuevos y la tierra nueva en el Apocalipsis. La Revelación nos enseña que al inicio el hombre era perfectamente feliz, y que al final de la historia Dios ha preparado un destino de gloria para la nueva humanidad. Y este deseo que llevamos en el alma de alcanzar el paraíso perdido es una guía que Dios ha puesto en nuestra peregrinación de la tierra hacia el cielo.
¿Hemos entonces de olvidarnos de nuestras responsabilidades en la tierra por refugiarnos en el paraíso que todavía no podemos alcanzar? Esa tentación sería dar la razón a Marx y convertir nuestra fe católica en opio del pueblo. Al contrario, los verdaderos cristianos son personas que por amar a Dios sobre todas las cosas, se dedican a amarlo apasionadamente en sus hermanos y trabajan intensamente para dejar un mundo mejor para todos.
Hoy que la Iglesia celebra la solemnidad de Todos los Santos creo que los mejores ejemplares de la raza humana han sido ellos, esas personas que pasaron por este mundo viviendo sus vidas como resucitados. Esos que bebieron de las fuentes de la Palabra de Dios y de la Eucaristía pero, al mismo tiempo, fueron ejemplares en sus trabajos, sostén moral para sus familias; los que prefirieron la pobreza a vivir en la deshonra de la riqueza mal ganada. Aquellos esposos ejemplares que supieron perdonarse una y otra vez como Jesús los perdonó a ellos; o los jóvenes que, no obstante sus debilidades, supieron levantarse siempre de sus caídas. Las personas que se dedicaron a rezar y a hacer sus quehaceres domésticos con amor y que atendieron sus obras de apostolado de manera callada y anónima, con los ojos llenos de gozo por llevar el amor de Jesús a los pobres.
Son ellos quienes sostienen al mundo, como los justos que detuvieron la mano del Señor para castigar a Sodoma. Por ellos hemos de sentirnos orgullosos de pertenecer a la raza humana; y gracias a ellos podemos creer que el cielo no es una realidad que sólo se alcanza cuando nos dormimos en la muerte, sino que desde hoy puede empezar a correr por nuestras venas como un plus de vida. Son ellos quienes son profecía de los habitantes de aquella ciudad santa del Apocalipsis donde todo lo antiguo habrá terminado y donde sólo el Amor existirá para siempre.
Carlos Marx decía que la religión era el opio del pueblo. El hombre, por pensar en el cielo, se olvidaba de construir la justicia en la tierra. Por eso había que sacudirse de las religiones. Su visión de la vida arrastró a millones de personas a rechazar a Dios para aspirar a la dictadura del proletariado, una especie de cielo en la tierra que se conseguiría con la abolición de todas las clases sociales. Lo único que resultó fue una Babilonia luciferina que terminó en el año 1989 cuando cayó el último ladrillo del Muro de Berlín.
Existe un deseo del corazón del hombre que no se puede suprimir. Anhelamos una condición de vida donde toda lágrima sea enjugada, y donde no exista más la muerte, ni el lamento, ni las fatigas y luchas cotidianas. El cielo se puede comprender solamente en referencia a la aspiración del hombre a la felicidad. Y la felicidad no es otra cosa, enseña san Agustín, que poseer la Verdad, y poseer la Verdad es poseer a Dios.
La posesión plena de Dios es imposible en la tierra. La experiencia nos dice que en esta vida estamos sujetos a innumerables males, de los cuales la muerte los resume todos. La vida se entreteje de pequeñas y auténticas alegrías, pero todas estas están muy lejos de poder colmar el hambre infinita de belleza, de verdad y de amor que existe en el corazón humano.
Es grandiosa la visión del cristianismo sobre el deseo de felicidad en el hombre. La historia sagrada se abre, en el Génesis, con la imagen del paraíso, y se cierra con una maravillosa visión de los cielos nuevos y la tierra nueva en el Apocalipsis. La Revelación nos enseña que al inicio el hombre era perfectamente feliz, y que al final de la historia Dios ha preparado un destino de gloria para la nueva humanidad. Y este deseo que llevamos en el alma de alcanzar el paraíso perdido es una guía que Dios ha puesto en nuestra peregrinación de la tierra hacia el cielo.
¿Hemos entonces de olvidarnos de nuestras responsabilidades en la tierra por refugiarnos en el paraíso que todavía no podemos alcanzar? Esa tentación sería dar la razón a Marx y convertir nuestra fe católica en opio del pueblo. Al contrario, los verdaderos cristianos son personas que por amar a Dios sobre todas las cosas, se dedican a amarlo apasionadamente en sus hermanos y trabajan intensamente para dejar un mundo mejor para todos.
Hoy que la Iglesia celebra la solemnidad de Todos los Santos creo que los mejores ejemplares de la raza humana han sido ellos, esas personas que pasaron por este mundo viviendo sus vidas como resucitados. Esos que bebieron de las fuentes de la Palabra de Dios y de la Eucaristía pero, al mismo tiempo, fueron ejemplares en sus trabajos, sostén moral para sus familias; los que prefirieron la pobreza a vivir en la deshonra de la riqueza mal ganada. Aquellos esposos ejemplares que supieron perdonarse una y otra vez como Jesús los perdonó a ellos; o los jóvenes que, no obstante sus debilidades, supieron levantarse siempre de sus caídas. Las personas que se dedicaron a rezar y a hacer sus quehaceres domésticos con amor y que atendieron sus obras de apostolado de manera callada y anónima, con los ojos llenos de gozo por llevar el amor de Jesús a los pobres.
Son ellos quienes sostienen al mundo, como los justos que detuvieron la mano del Señor para castigar a Sodoma. Por ellos hemos de sentirnos orgullosos de pertenecer a la raza humana; y gracias a ellos podemos creer que el cielo no es una realidad que sólo se alcanza cuando nos dormimos en la muerte, sino que desde hoy puede empezar a correr por nuestras venas como un plus de vida. Son ellos quienes son profecía de los habitantes de aquella ciudad santa del Apocalipsis donde todo lo antiguo habrá terminado y donde sólo el Amor existirá para siempre.
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