“¿Quién dice la gente que soy yo?” Preguntó Jesús un día. Pedro se emocionó y dijo: “Tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Muchos de nosotros, cristianos de hoy, nos emocionamos cuando estamos con Jesús en íntima oración, cuando le tenemos cerca en la Eucaristía, cuando nos desbordamos en cánticos y alabanzas. Le decimos con lágrimas en los ojos, como Pedro: “Tú eres mi rey, mi Señor, el Mesías”. Pero esta no es una respuesta suficiente.
La respuesta más auténtica y verdadera que podemos ofrecer a Jesús acontece, sobre todo, con acciones concretas de caridad que se prolongan durante toda la vida. Caridad a todos, sin distinción. Así lo señalaba san Juan Crisóstomo: Cuando veas a un hombre sufrir, no digas que es malo. Sea pagano o judío, si necesita de tu misericordia, no huyas.
Podría ser muy incómodo acoger a familias que vienen de Irak o de Siria en la parroquia o cerca de la propia casa. De hecho no todos los cristianos están de acuerdo con la iniciativa del papa Francisco y piensan que son los gobiernos quienes deben hacerse cargo de los refugiados. Se trata de católicos de cristianismo cómodo, que piensan que Dios existe sólo para resolver todos sus problemas. Por eso se acercan esporádicamente a Misa o rezan de vez en cuando. “Que Dios cure a mi hijo enfermo muy grave; que Dios rescate a mi esposo que es alcohólico; que sea Dios quien me consiga trabajo, pero que no me pida ponerme un delantal para trabajar por los demás”, y así reducimos a Dios a una especie de máquina de refrescos que tiene que darnos el producto que le pedimos.
¿No será que también a nosotros, que hemos creído que Jesús es una especie de rey Midas, nos dice el Señor: “Apártate de mí, Satanás, porque tú no piensas según Dios, sino según los hombres”? Son palabras durísimas que nos advierten del peligro de caer en un cristianismo de mera evasión espiritual y sin compromiso con las necesidades de nuestros hermanos que sufren diversas clases de pobreza. San Pedro hubiera preferido un Mesías más cómodo, y por eso tenía miedo de sufrir con su Maestro. Pero ese era el camino de la mediocridad que lo habría llevado a cavar su propia ruina.
¿Dónde está entonces la fórmula de la felicidad? ¿En el orgullo o en la humildad? ¿En el acumular o en el desprendimiento? ¿En la prepotencia o en la mansedumbre? ¿En la diversión desenfrenada o en el sacrificio y la entrega de uno mismo? Jesús nos dice que el camino que lleva a la alegría auténtica es la caridad, las obras de amor que podamos a ser por Dios a nuestros hermanos. El morir al propio egoísmo y aprender a ser generosos con los demás. No hay otra receta. Jesús nos invita a salir del egoísmo porque es causa de infelicidad y de ruina. Fuimos creados a imagen de Dios, y Dios es amor: entonces seremos felices viviendo solamente en la caridad, como Dios la vive.
Cuando la Virgen María se apareció en 1858 a santa Bernardita Soubirous en la gruta de Lourdes, le manifestó: “No te prometo hacerte feliz en esta vida, sino en la otra”. Quiso decirnos a todos la Madre de Dios que la felicidad plena no existe en este mundo, sino en el Cielo. Sin embargo quien aprende a vivir una vida sacrificada por amor a Dios y a sus hermanos, encontrará, en esta tierra, la felicidad, aunque todavía imperfecta; y la felicidad plena en la vida eterna. El egoísta, por el contrario, estará creando para la eternidad un enorme vacío que acabará por devorarlo, y ese tormento inicia también desde aquí, en la tierra.
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