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Tiempos de envidia


Vivimos tiempos de abundante envidia. La mentalidad progresista y de izquierda que hoy caracteriza a tantas personas es fruto de ese pecado capital simbolizado con el color verde, justamente por ser el color de la bilis que se derrama cuando se afecta al hígado por un coraje fuerte.

Curiosamente para crear una sociedad igualitaria, los gobiernos de izquierda se cimientan en la envidia social. Les gusta dividir a los ciudadanos: chairos y fifís, pobres y ricos, revolucionarios y conservadores. Amigos de lo colectivo, los socialistas tienen desconfianza en las jerarquías, en las aspiraciones, en el esfuerzo y el éxito personal, en la creatividad, en el riesgo del propio patrimonio y en las empresas.

Su visión de la política está basada en la lucha de clases, que si bien ha dejado de ser aquella contienda entre la clase obrera y los ricos explotadores, hoy se ha convertido en lucha entre hombres y mujeres, homosexuales contra heteros, abortistas contra pro vidas, progres contra conservadores. Envidias se fomentan por todas partes.

La envidia destruye la armonía social. Si al capitalismo se le acusa de fomentar el pecado de la avaricia como motor del desarrollo, se puede señalar que la envidia es el combustible del socialismo. Se dice también que este vicio está a la base del sistema democrático, es decir, de nuestro sistema político de partidos y de división de poderes. En él los triunfos y decisiones de unos, provocan el rencor y la frustración de los opositores, que no descansan en esfuerzos hasta prevalecer sobre sus contrarios.

El filósofo Michael Pakaluk enseña que la envidia es el caldo de cultivo del relativismo en que hoy vivimos. Este relativismo o igualitarismo consiste en negar que existan bienes espirituales como la verdad, la santidad y la vocación. Nadie de nuestros tiempos puede decir que tiene la verdad; quien afirme poseerla es considerado un sujeto peligroso. En tiempos envidiosos todos debemos tener control sobre la verdad: todas las religiones son verdaderas, todos los puntos de vista son válidos. ¿Por qué unos habrían de tener la verdad y otros no? Si alguien tuviera la verdad entonces otros serían inferiores y tendrían que aprender de esa persona para remediar su ignorancia. Todos parejos. La envidia nos empuja a olvidar la verdad, a vivir en la ignorancia y a complacernos en ella.

También la envidia desalienta la búsqueda de la santidad. Al fomentar el igualitarismo en una sociedad, la envidia nos hace creer que Dios puede ser amado dentro y fuera de la Iglesia. No necesitamos una conversión porque eso sería aspirar a ser mejores, más buenos y santos. La envidia no lo permite y nos dice que todos podemos ser santos si hacemos oración o si no la hacemos, si recibimos o no los sacramentos, si escuchamos la Palabra de Dios o la ignoramos. Además, ¿por qué unos irían al cielo y otros al infierno? La envidia hace que neguemos la posibilidad del infierno y mete a todos al cielo: buenos, tibios y malos. Todos podemos ser como dioses sin el esfuerzo de seguir a Cristo por la puerta angosta.

La envidia llega hasta el extremo de anular las vocaciones, los estados de vida. Esos estados de vida suponen tener unos bienes que para otros son inaccesibles. Al seguir una vocación necesariamente hay que renunciar a bienes que son valiosos. Un sacerdote debe renunciar a formar una familia, y un hombre casado no puede ser sacerdote. Una mujer nunca será un hombre, ni un hombre será mujer. Pero en tiempos de envidia las personas no soportan carecer de bienes que otros poseen. Los hombres quieren ser mujeres y éstas, hombres; hasta se les llama hoy "personas gestantes". La envidia hace creer que los bienes no deben ser accesibles sólo para algunos, sino para todos.

La envidia es la tendencia a sentir tristeza o molestia por el bien que tienen otras personas, como si los logros o cualidades que poseen disminuyeran nuestra superioridad. A los niños y jóvenes se les quiere fomentar el derecho al libre desarrollo de su personalidad, como si obedecer normas y reglamentos obstaculizara su educación. Este pecado capital es hijo de la soberbia porque nos hace ver a otros como si fueran nuestros rivales. La envidia nos pone mal cuando escuchamos elogios y alabanzas que se hacen a otra persona, y muchas veces hablamos mal de ella, señalándole sus defectos e imperfecciones.

Para vencer la envidia, los maestros de vida espiritual enseñan que hemos de fomentar, a nivel personal, la emulación. Esta es una actitud que empuja a las personas a superarse recíprocamente, imitando las virtudes que tienen otras personas. Es una actitud que mira, no los triunfos de los demás, sino sus virtudes, para imitarlas. No pretende vencer a los demás para humillarlos, vencerlos o ser mejores que ellos, sino para ser mejores personas. La emulación no utiliza la astucia, la intriga ni ningún procedimiento ilícito, sino el esfuerzo, el trabajo y el buen uso de los dones de Dios. No ofende la caridad sino, al contrario, la estimula. Es humilde porque sabe reconocer los propios defectos y busca inspirarse en las buenas cualidades de los demás.

La lucha de clases y la envidia que la alimenta sólo engendra odio; no es ni puede ser el motor de la historia. La Iglesia en su Doctrina Social propone una "evolución social" presidida por la justicia y la caridad. Los católicos rechazamos el odio y proponemos un camino de concordia social, –dice Ibáñez Langlois– que no implica la desaparición de clases –lo que es imposible de conseguir– ni la simple conservación del orden establecido –que puede tener mucho de injusto–, sino una relativa y gradual eliminación de las diferencias injustas, mediante la colaboración pacífica de los diversos sectores en pugna.

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