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Agresividad en rosa


Hombres y mujeres ejercemos instintivamente la violencia, pero de manera diversa. La violencia de los hombres suele ser física. Cuando fuimos niños marcábamos nuestro territorio utilizando la fuerza corporal con empujones, patadas o puñetazos. Nos gustaban las películas de acción, contar historias violentas y jugar con espadas a la guerra, o a la lucha libre. Cuando entra un niño nuevo en el territorio de otro niño y se aproxima a sus juguetes, la reacción suele ser un empujón o un manotazo. Los hombres somos más propensos a agredir físicamente, a insultar y a tomar represalias cuando nos vemos atacados. Esta es la pauta de conducta que ha prevalecido durante miles de años porque es parte de la psicología masculina.

Es cierto que las mujeres tienen más autocontrol e inteligencia emocional que los hombres. Ellas, como regla general, utilizan las palabras para defenderse de las agresiones, toleran más el enfado y conservan más la calma. Prefieren recurrir a estrategias verbales y así llevar a la otra persona a donde ellas quieren. Esta habilidad femenina para las relaciones humanas era lo que san Juan Pablo II llamaba "el genio femenino". ¿Son entonces las mujeres como ángeles venidos del cielo? No exactamente. Su agresividad es mucho más sutil.

La mujer es un ser mucho más complicado que el varón. Ellas son más enmarañadas y enigmáticas. Murmuraciones, críticas sutiles y mentiras suelen ser sus recursos para desprestigiar a sus rivales. Es lo que alguien llamó "agresividad en rosa". Saben utilizar la ironía, sonrisas burlonas, gestos hirientes o el silencio frío para dañar y combatir, por ejemplo, a una compañera de trabajo. Muchas de ellas, cuando entablan relaciones adúlteras con hombres casados, son capaces de llamar por teléfono a la esposa de su amante para atormentarla y provocar la ruptura del matrimonio. Un marido adúltero jamás llamaría al esposo de su amante para llenarlo de envidia.

"Si nos acercamos a un grupo de niñas que está en una esquina jugando tranquilamente a las muñecas o a ser princesas –dice María Calvo– descubriremos un mundo lleno de intrigas, pasiones, traiciones, maquinaciones y murmuraciones. Recordemos el cuento de Blancanieves, la Cenicienta o la Bella Durmiente, donde son siempre mujeres (la madrastra, la bruja o las hermanastras) las que actúan contra otra mujer movidas por envidia de su belleza, inteligencia o dulzura, y siempre lo hacen de manera maquiavélica usando sus armas de mujer".

Diariamente los medios informan de la violencia de los hombres hacia las mujeres. Por supuesto que hemos de detestar y combatir –faltaba más– las agresiones de cualquier tipo hacia las féminas. Pero de la agresividad en rosa, en cambio, nunca se habla en los medios. Sin embargo es tan detestable como la violencia física del varón. Hay mujeres que se encargan de expulsar a sus maridos de sus hogares, muchas veces por motivos no graves, incluso los dejan económicamente en la ruina. A veces, con intrigas, mentiras y gatuperios, llegan a meter a la cárcel a novios o maridos incautos. Y si de violencia familiar hablamos, tendremos que reconocer que muchas madres ejercen variadas formas de crueldad con sus hijos. ¿Y qué decir del aborto, hoy tan reclamado como un derecho por el feminismo? Sin duda es la más terrible forma de violencia ya que se trata del asesinato de un ser humano inocente.

La ideología feminista cataloga a la violencia del hombre hacia la mujer como "violencia de género", pero no hace lo mismo con la violencia de la mujer hacia el hombre. Si por violencia de género entendemos la que se ejerce por odio hacia el otro género, en realidad nos damos cuenta de que se trata de algo muy raro, casi inexistente en la sociedad actual. Sería algo tan extraño a nuestra realidad como la xenofobia. Raramente se mata a las mujeres por odio a su sexo, así como también a los varones por ser varones. Así que es mejor dejar de utilizar el término "violencia de género", que sólo confunde y desenfoca el problema de la violencia y su solución.

Sin duda, ambas actitudes –machismo y feminismo– son deformaciones de lo que es ser hombre o mujer, y dos formas de ejercer la violencia. El camino adecuado hacia la paz es la formación en la masculinidad y la feminidad a través de la educación de los impulsos agresivos de ambos sexos, redimidos por Cristo, para lograr una armonía en casa y en la vida social.

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