Algunas personas me han externado su preocupación y temor por los eventos que vive la humanidad en este momento. Por si la pandemia, que ha sembrado desolación y muerte en algunas regiones del mundo fuera poco, en días pasados tuvimos un movimiento telúrico de poca monta en esta frontera de México y Texas, lo que vino a liberar aún más el miedo colectivo. ¿Se acerca el fin del mundo?, es una pregunta que flota en el aire.
La peste del coronavirus, además de que nos prepara para darle batalla y a vivir la solidaridad con los más vulnerables, es una llamada para que aprendamos a contemplar este mundo como efímero y pasajero. La peste del coronavirus está despertando en muchos no creyentes la pregunta sobre Dios, y nos está haciendo recordar nuestra condición de viajeros que navegan por los tormentosos mares del tiempo y se dirigen hacia la vida inmortal y eterna.
Un virus nos doblega y hemos de aprender a ser humildes. Durante años hemos puesto nuestra confianza en las ciencias y en las conquistas industriales. Hemos creído tener el control de todo lo que sucede e incluso manipulamos, con absoluta soberbia y sin temor de Dios, las mismas fuentes de la vida. Sin embargo muchas variables se nos escapan. No contábamos con que algo tan pequeño como un microorganismo, –algo que ni siquiera podemos ver a simple vista–, siegue, en tan poco tiempo, miles de vidas y plante tanto dolor y miedo.
El hombre espera demasiado de la ciencia y de su esfuerzo. El progreso material se ha convertido en el último fin de la vida y de la historia. Parece que no existiera ninguna otra aspiración más que llegar a tener un dominio absoluto sobre la naturaleza y a disfrutar del universo equiparándolo con un gigantesco cuerno de la abundancia que dará satisfacción a todas nuestras aspiraciones.
Un cristiano debe de rechazar esta visión de la vida y de la historia. Por la fe y la razón sabemos que la vida comenzó en Dios, y en Dios tendrá su consumación y su destino final. Con san Ignacio de Loyola creemos que el fin de la vida del hombre es amar, conocer, alabar y servir a Dios en esta vida para alcanzar la salvación eterna. Creemos también que este mundo está en un proceso de envejecimiento y descomposición, y que no puede permanecer eternamente girando sobre la rueda fatal del tiempo. El mundo tuvo un principio, tiene una permanente agitación y tendrá un final.
No creamos que la epidemia del Covid-19 es una señal de que el fin del mundo está muy próximo. En todas las épocas de la humanidad han aparecido crisis y conmociones. En tiempos de los Macabeos se vieron signos celestiales. El pueblo estaba aterrorizado y rogaba a Dios que esos presagios fueran para su salvación y no para su perdición.
Cuando los romanos sitiaron Jerusalén en el año 70, el Santo de los Santos y el Templo tuvieron misteriosos temblores con ruidos y voces de seres invisibles. En el año 999 se creía que el fin del mundo era inminente. La peste negra del siglo XIV, que causó la muerte de un tercio de la población europea, fue un cataclismo adjudicado a la cólera de Dios.
Evitemos el error de interpretar la peste del coronavirus o cualquier desastre natural como señales del fin del mundo. Cuándo ocurrirá, es un secreto que Dios se ha reservado y que saberlo está fuera de nuestras previsiones. Sin embargo la pandemia actual no deja de ser un acontecimiento por el que Dios se comunica con sus hijos. Nos dice que el universo, con absoluta certeza, tendrá un final y que vendrán los cielos y la tierra nueva. Pero también es una fuerte llamada de atención contra la relajación y las falsas seguridades en que hemos cimentado nuestra civilización. Es momento para hacernos la pregunta sobre Dios, y para cimentar sobre la roca de su Palabra nuestra seguridad absoluta.
La peste del coronavirus, además de que nos prepara para darle batalla y a vivir la solidaridad con los más vulnerables, es una llamada para que aprendamos a contemplar este mundo como efímero y pasajero. La peste del coronavirus está despertando en muchos no creyentes la pregunta sobre Dios, y nos está haciendo recordar nuestra condición de viajeros que navegan por los tormentosos mares del tiempo y se dirigen hacia la vida inmortal y eterna.
Un virus nos doblega y hemos de aprender a ser humildes. Durante años hemos puesto nuestra confianza en las ciencias y en las conquistas industriales. Hemos creído tener el control de todo lo que sucede e incluso manipulamos, con absoluta soberbia y sin temor de Dios, las mismas fuentes de la vida. Sin embargo muchas variables se nos escapan. No contábamos con que algo tan pequeño como un microorganismo, –algo que ni siquiera podemos ver a simple vista–, siegue, en tan poco tiempo, miles de vidas y plante tanto dolor y miedo.
El hombre espera demasiado de la ciencia y de su esfuerzo. El progreso material se ha convertido en el último fin de la vida y de la historia. Parece que no existiera ninguna otra aspiración más que llegar a tener un dominio absoluto sobre la naturaleza y a disfrutar del universo equiparándolo con un gigantesco cuerno de la abundancia que dará satisfacción a todas nuestras aspiraciones.
Un cristiano debe de rechazar esta visión de la vida y de la historia. Por la fe y la razón sabemos que la vida comenzó en Dios, y en Dios tendrá su consumación y su destino final. Con san Ignacio de Loyola creemos que el fin de la vida del hombre es amar, conocer, alabar y servir a Dios en esta vida para alcanzar la salvación eterna. Creemos también que este mundo está en un proceso de envejecimiento y descomposición, y que no puede permanecer eternamente girando sobre la rueda fatal del tiempo. El mundo tuvo un principio, tiene una permanente agitación y tendrá un final.
No creamos que la epidemia del Covid-19 es una señal de que el fin del mundo está muy próximo. En todas las épocas de la humanidad han aparecido crisis y conmociones. En tiempos de los Macabeos se vieron signos celestiales. El pueblo estaba aterrorizado y rogaba a Dios que esos presagios fueran para su salvación y no para su perdición.
Cuando los romanos sitiaron Jerusalén en el año 70, el Santo de los Santos y el Templo tuvieron misteriosos temblores con ruidos y voces de seres invisibles. En el año 999 se creía que el fin del mundo era inminente. La peste negra del siglo XIV, que causó la muerte de un tercio de la población europea, fue un cataclismo adjudicado a la cólera de Dios.
Evitemos el error de interpretar la peste del coronavirus o cualquier desastre natural como señales del fin del mundo. Cuándo ocurrirá, es un secreto que Dios se ha reservado y que saberlo está fuera de nuestras previsiones. Sin embargo la pandemia actual no deja de ser un acontecimiento por el que Dios se comunica con sus hijos. Nos dice que el universo, con absoluta certeza, tendrá un final y que vendrán los cielos y la tierra nueva. Pero también es una fuerte llamada de atención contra la relajación y las falsas seguridades en que hemos cimentado nuestra civilización. Es momento para hacernos la pregunta sobre Dios, y para cimentar sobre la roca de su Palabra nuestra seguridad absoluta.
Para todos algun día sera nuestro fín en este mundo y es mejor prepararse y vivir esperandolo sin miedo y si con alegría ese día que nos reuniremos con Dios en la vida verdadera.
ResponderBorrarVivamos los mandamientos y estemos en gracia, es dificil pero no imposible.
Bendiciones