Esta semana he estado acompañando al grupo de 21 seminaristas del Curso Introductorio en sus Ejercicios Espirituales anuales. Lo he hecho durante los últimos años guiado por los llamados "Ejercicios Espirituales" de San Ignacio de Loyola, diseñados para purificar el alma de todo apego al pecado y ordenar la propia vida en el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Quienes hacen los ejercicios meditan fuertemente, entre otros muchos, el tema del pecado para lograr un verdadero aborrecimiento de toda maldad en la propia conducta. Para ello san Ignacio recomienda preparar y hacer, lo que se llama, una confesión general de toda la vida. Consiste en hacer un inventario de todo el cúmulo de pecados acumulados, desde que uno tuvo uso de razón hasta el presente, para decirlos, con un corazón contrito, al sacerdote confesor. Es una experiencia profundamente liberadora.
Hace años, cuando fui seminarista, en unos ejercicios ignacianos en Roma, hice mi confesión general. Recuerdo el temblor y el amor que experimenté. Iba, por una parte, como quien se presenta delante del juez en una corte federal para recibir sentencia por los delitos cometidos. Al mismo tiempo, entré con la confianza de un niño que sabe que no va a encontrar a un severo inquisidor sino a un Padre amoroso para recibir su abrazo. Fue una de las experiencias más importantes de mi vida, una verdadero renacimiento espiritual.
Jesús se formó en la fila de los pecadores para recibir el Bautismo de Juan. Pareciera que el que no tenía pecado fuera hacer una confesión de sus culpas. Los Santos Padres de la Iglesia enseñan que en esta escena Jesús hizo algo parecido a lo que hizo con los enfermos y pecadores. A ellos los tocaba sin temor a contagiarse porque Él era la salud misma. Y sin temor a quedar contaminado por el pecado les concedía el perdón, porque Él era la misma santidad. De la misma manera, el que no necesitaba ser bautizado se sumergió en el agua del Jordán para santificar las aguas en las que todos seríamos bautizados. Sí, Jesús lavó las aguas del Jordán, dicen los Padres. En vez de que las aguas lo lavaran a él, él hizo puras las aguas para que purificara el pueblo.
La experiencia de predicar ejercicios y escuchar confesiones generales me ha hecho ver al Cristo cercano a los pecadores para mostrar lo increíblemente próximo que está el perdón cuando hay arrepentimiento. En efecto, el arrepentimiento cierra las puertas del infierno y abre las del cielo, pisa con un pie la cabeza de la serpiente y, con el otro, se para frente a los umbrales de las moradas divinas. Así lo viví, esta semana, con los seminaristas. Los ví renacer como nuevas criaturas.
Hay ambientes donde el arrepentimiento no parece existir. Las llamadas "marchas del orgullo" que se celebran en diversas partes del mundo, muestran cínicamente aquello de lo que deberían avergonzarse y arrepentirse. Subrayan la palabra "orgullo" para decir que no tienen nada de qué arrepentirnos, sino al contrario. Está también la ola verde de mujeres feministas que ha llegado a México para dar la batalla por el aborto legal. Muchas de ellas, en un estado de muerte total de la conciencia y endurecimiento del alma, se jactan de haberse procurado uno o varios abortos.
Nuestra época rechaza el arrepentimiento. Gente del mundo de la farándula un día se casa y al poco tiempo firma el divorcio. Actores y cantantes revelan que dejaron de ser heterosexuales para ser bisexuales, o se someten a cirugías para un cambio de sexo, como si la naturaleza humana pudiera reinventarse o llenarse de cualquier contenido.
La religión del laicismo, que no conoce las palabras arrepentimiento ni perdón, nos acusa a los cristianos de ser personas que vivimos asustadas, con complejos de culpa y que sólo pensamos en premios y castigos después de la vida. Propone, en cambio, una moral diferente, sin límites ni frenos. El hombre, para la mentalidad individualista y mundana, es un pequeño dios, un rebelde que puede convertirse en lo que quiera. En esta manera de pensar, muy propia del laicismo ateo, no hay lugar para el arrepentimiento.
Los cristianos no vivimos ni en la tristeza, ni con complejos de culpa. Todo lo contrario. Descubrimos, en lo profundo de nuestro ser, que estamos llamados a un "deber ser", a caminar cuesta arriba, hacia una cumbre. Sentimos que nos hemos quedado cortos y que podemos dar más de lo que hemos dado, que no hemos logrado lo que deberíamos ser y por ello buscamos el arrepentimiento. Arrepentirse conduce a mejorar la vida, a subir una escalera. Empieza en el dolor y termina en la alegría.
Quienes hemos hecho una confesión general de la propia vida, reconociendo con humildad delante de Dios nuestros errores y fallas, sentimos que el arrepentimiento nos ha conducido desde la oscuridad de los ojos, sumergidos en las aguas del Jordán, hacia la luz celestial de donde desciende la paloma, hacia el gozo de saber que somos hijos de Dios.
Quienes hacen los ejercicios meditan fuertemente, entre otros muchos, el tema del pecado para lograr un verdadero aborrecimiento de toda maldad en la propia conducta. Para ello san Ignacio recomienda preparar y hacer, lo que se llama, una confesión general de toda la vida. Consiste en hacer un inventario de todo el cúmulo de pecados acumulados, desde que uno tuvo uso de razón hasta el presente, para decirlos, con un corazón contrito, al sacerdote confesor. Es una experiencia profundamente liberadora.
Hace años, cuando fui seminarista, en unos ejercicios ignacianos en Roma, hice mi confesión general. Recuerdo el temblor y el amor que experimenté. Iba, por una parte, como quien se presenta delante del juez en una corte federal para recibir sentencia por los delitos cometidos. Al mismo tiempo, entré con la confianza de un niño que sabe que no va a encontrar a un severo inquisidor sino a un Padre amoroso para recibir su abrazo. Fue una de las experiencias más importantes de mi vida, una verdadero renacimiento espiritual.
Jesús se formó en la fila de los pecadores para recibir el Bautismo de Juan. Pareciera que el que no tenía pecado fuera hacer una confesión de sus culpas. Los Santos Padres de la Iglesia enseñan que en esta escena Jesús hizo algo parecido a lo que hizo con los enfermos y pecadores. A ellos los tocaba sin temor a contagiarse porque Él era la salud misma. Y sin temor a quedar contaminado por el pecado les concedía el perdón, porque Él era la misma santidad. De la misma manera, el que no necesitaba ser bautizado se sumergió en el agua del Jordán para santificar las aguas en las que todos seríamos bautizados. Sí, Jesús lavó las aguas del Jordán, dicen los Padres. En vez de que las aguas lo lavaran a él, él hizo puras las aguas para que purificara el pueblo.
La experiencia de predicar ejercicios y escuchar confesiones generales me ha hecho ver al Cristo cercano a los pecadores para mostrar lo increíblemente próximo que está el perdón cuando hay arrepentimiento. En efecto, el arrepentimiento cierra las puertas del infierno y abre las del cielo, pisa con un pie la cabeza de la serpiente y, con el otro, se para frente a los umbrales de las moradas divinas. Así lo viví, esta semana, con los seminaristas. Los ví renacer como nuevas criaturas.
Hay ambientes donde el arrepentimiento no parece existir. Las llamadas "marchas del orgullo" que se celebran en diversas partes del mundo, muestran cínicamente aquello de lo que deberían avergonzarse y arrepentirse. Subrayan la palabra "orgullo" para decir que no tienen nada de qué arrepentirnos, sino al contrario. Está también la ola verde de mujeres feministas que ha llegado a México para dar la batalla por el aborto legal. Muchas de ellas, en un estado de muerte total de la conciencia y endurecimiento del alma, se jactan de haberse procurado uno o varios abortos.
Nuestra época rechaza el arrepentimiento. Gente del mundo de la farándula un día se casa y al poco tiempo firma el divorcio. Actores y cantantes revelan que dejaron de ser heterosexuales para ser bisexuales, o se someten a cirugías para un cambio de sexo, como si la naturaleza humana pudiera reinventarse o llenarse de cualquier contenido.
La religión del laicismo, que no conoce las palabras arrepentimiento ni perdón, nos acusa a los cristianos de ser personas que vivimos asustadas, con complejos de culpa y que sólo pensamos en premios y castigos después de la vida. Propone, en cambio, una moral diferente, sin límites ni frenos. El hombre, para la mentalidad individualista y mundana, es un pequeño dios, un rebelde que puede convertirse en lo que quiera. En esta manera de pensar, muy propia del laicismo ateo, no hay lugar para el arrepentimiento.
Los cristianos no vivimos ni en la tristeza, ni con complejos de culpa. Todo lo contrario. Descubrimos, en lo profundo de nuestro ser, que estamos llamados a un "deber ser", a caminar cuesta arriba, hacia una cumbre. Sentimos que nos hemos quedado cortos y que podemos dar más de lo que hemos dado, que no hemos logrado lo que deberíamos ser y por ello buscamos el arrepentimiento. Arrepentirse conduce a mejorar la vida, a subir una escalera. Empieza en el dolor y termina en la alegría.
Quienes hemos hecho una confesión general de la propia vida, reconociendo con humildad delante de Dios nuestros errores y fallas, sentimos que el arrepentimiento nos ha conducido desde la oscuridad de los ojos, sumergidos en las aguas del Jordán, hacia la luz celestial de donde desciende la paloma, hacia el gozo de saber que somos hijos de Dios.
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