Estoy convencido de que una de los peores males que existen para la vida personal y familiar es la adquisición de un vicio. Cualquiera que sea: tabaquismo, alcohol, drogas, medicinas, obsesiones sexuales, trabajo, juegos de azar. Hoy ha aparecido uno que pone en peligro la paz mental de millones de personas. Hablo de la adicción a internet y las redes sociales.
Sin embargo, si utilizamos las redes sin discernimiento ni dominio, habrá dolores de cabeza para muchas personas. Hay investigadores de varios países que advierten a los padres y maestros de conductas destructivas en los niños, tales como el acoso escolar y el intercambio de fotos pornográficas, propias y ajenas, entre numerosos adolescentes y jóvenes. También hoy se afirma que el cerebro se afecta negativamente por el uso excesivo de las redes, sobre todo si se utilizan a edades muy tempranas y con demasiada frecuencia. Y si pensamos que los sacerdotes somos inmunes a este problema, estamos en un error. Un buen porcentaje de los ministros de culto de todo tipo de religiones, más de 30 por ciento, admite tener problemas de adicción a internet.
Quienes alguna vez fuimos fumadores recordamos nuestros primeros cigarrillos. Creíamos vernos como Rodolfo Valentino o Sofía Loren, atractivos e interesantes ante los demás, hechando fumarolas por boca y nariz. Al principio estaba en nuestro control. Al poco tiempo, y sin darnos cuenta, ya no eran tres cigarros al día sino seis o siete, luego doce y finalmente los veinte que contiene una cajetilla. Quizá más. Algunos llegaron al punto de ya no fumar entre comidas sino de comer entre fumadas.
El vicio de las redes sociales comenzó cuando abrimos una cuenta de correo electrónico. Nada malo había en ello; hasta las mismas instituciones nos lo pedían como requisito para hacer trámites. Luego pasamos a crear la página de Facebook, abrimos cuenta en Twitter y ahora estamos en Instagram. ¿Vicio? De ninguna manera. Todo bajo control.
Aparecieron después algunos síntomas de que algo se estaba escapando de nuestras manos: angustia si se nos olvidaba el teléfono celular en la casa; curiosidad que nos fue llevando a consultar continuamente el móvil para ver si nuestros seguidores habían dejado un mensaje; interrupción del estudio, la lectura y el trabajo para responder mensajes; pérdida de la concentración en nuestras ocupaciones habituales por estar con un ojo en alguna de las redes; enfrascamiento en polémicas estériles con desconocidos por alguna opinión controvertida, quedando nuestro corazón con inquietud y hasta con enojo; sensación de falta de oxígeno cuando, en los lugares a los que llegábamos, no había servicio de güifi; susto si nos quedaba poca batería por no tener un cargador a la mano.
Las redes sociales aparecieron en el mundo sin que estuviéramos preparados para saberlas utilizar. No hubo ningún adulto que nos enseñara, como cuando una persona mayor acompaña a un adolescente durante sus clases de manejo. Nunca antes habíamos tenido tan bajas las defensas de la voluntad para no adquirir un vicio.
A pesar de todo ello, estoy convencido de que internet y las redes sociales son un don de Dios muy positivo para la humanidad. Desde los inversionistas de bolsa en Wall Street hasta los campesinos africanos buscan las redes para hacer sus transacciones y ofrecer sus productos. Ricos y pobres se benefician por igual. Hay pocas evidencias de que internet sea una cosa horrible. La mayoría lo utilizamos y hasta el papa Francisco, quien tiene una cuenta de Twitter, ha dicho que si no logramos captar este don, fallamos a nosotros mismos, a nuestro pueblo y a nuestro Dios, que nos ha dado como mandato cuidar lo que nos ha dado.
El vicio de las redes sociales comenzó cuando abrimos una cuenta de correo electrónico. Nada malo había en ello; hasta las mismas instituciones nos lo pedían como requisito para hacer trámites. Luego pasamos a crear la página de Facebook, abrimos cuenta en Twitter y ahora estamos en Instagram. ¿Vicio? De ninguna manera. Todo bajo control.
Aparecieron después algunos síntomas de que algo se estaba escapando de nuestras manos: angustia si se nos olvidaba el teléfono celular en la casa; curiosidad que nos fue llevando a consultar continuamente el móvil para ver si nuestros seguidores habían dejado un mensaje; interrupción del estudio, la lectura y el trabajo para responder mensajes; pérdida de la concentración en nuestras ocupaciones habituales por estar con un ojo en alguna de las redes; enfrascamiento en polémicas estériles con desconocidos por alguna opinión controvertida, quedando nuestro corazón con inquietud y hasta con enojo; sensación de falta de oxígeno cuando, en los lugares a los que llegábamos, no había servicio de güifi; susto si nos quedaba poca batería por no tener un cargador a la mano.
Las redes sociales aparecieron en el mundo sin que estuviéramos preparados para saberlas utilizar. No hubo ningún adulto que nos enseñara, como cuando una persona mayor acompaña a un adolescente durante sus clases de manejo. Nunca antes habíamos tenido tan bajas las defensas de la voluntad para no adquirir un vicio.
A pesar de todo ello, estoy convencido de que internet y las redes sociales son un don de Dios muy positivo para la humanidad. Desde los inversionistas de bolsa en Wall Street hasta los campesinos africanos buscan las redes para hacer sus transacciones y ofrecer sus productos. Ricos y pobres se benefician por igual. Hay pocas evidencias de que internet sea una cosa horrible. La mayoría lo utilizamos y hasta el papa Francisco, quien tiene una cuenta de Twitter, ha dicho que si no logramos captar este don, fallamos a nosotros mismos, a nuestro pueblo y a nuestro Dios, que nos ha dado como mandato cuidar lo que nos ha dado.
Sin embargo, si utilizamos las redes sin discernimiento ni dominio, habrá dolores de cabeza para muchas personas. Hay investigadores de varios países que advierten a los padres y maestros de conductas destructivas en los niños, tales como el acoso escolar y el intercambio de fotos pornográficas, propias y ajenas, entre numerosos adolescentes y jóvenes. También hoy se afirma que el cerebro se afecta negativamente por el uso excesivo de las redes, sobre todo si se utilizan a edades muy tempranas y con demasiada frecuencia. Y si pensamos que los sacerdotes somos inmunes a este problema, estamos en un error. Un buen porcentaje de los ministros de culto de todo tipo de religiones, más de 30 por ciento, admite tener problemas de adicción a internet.
Hay muchos jóvenes y adultos a los que hoy les cuesta mucho conversar cara a cara porque en la conversación no existe página para cerrar ni se puede bloquear al interlocutor. Los psicólogos advierten también que los adictos a internet están más predispuestos a padecer trastornos mentales como la depresión o el déficit social. Algo verdaderamente sorprendente es que los investigadores están empezando a ver vías neuronales en el cerebro que imitan las adicciones a las drogas con el consumo de pornografía cibernética. Todo ello lleva a hacerse inmunes al tiempo y al espacio, a perder contacto con la realidad.
La pregunta es cómo podemos tener dominio sobre nosotros mismos frente a las redes sociales. Propongo cinco caminos. Para quienes están perdiendo el control, lo primero es reconocer que existe un problema de vicio con internet. Sólo quien reconoce su enfermedad puede pedir ayuda y recuperar la paz mental. Un segundo momento es meditar con frecuencia, cómo las redes o internet están afectando la vida propia, la de la familia, el trabajo o el apostolado. Esto con el propósito de desarrollar una aversión a este desorden y cultivar el amor a una vida ordenada. Meditar estas verdades nos motivará a salir del vicio. Tercero, orar para pedir fuerzas a Dios todopoderoso. Nuestras defensas están bajas para vencer, que nadie, sin la ayuda del Señor, saldrá adelante. Cuarto, acudir con frecuencia al sacramento de la Reconciliación, que no es sólo un sacramento en el que Dios perdona, sino en el que cura y fortalece el alma. Una quinta propuesta es dejar alguna red social. Nuestra capacidad de recibir información tiene límites y a menudo sucede que ya ni siquiera sabemos dónde vimos tal o cual información.
"Nadie se desembaraza de un hábito o de un vicio tirándolo de una vez por la ventana; hay que sacarlo por la escalera, peldaño a peldaño”. Por conservar el señorío sobre nosotros mismos vale la pena el esfuerzo.
Podemos también hacer algunas cosas prácticas como establecer un horario diario para subir a la red, por ejemplo media hora, quizá cuarenta y cinco minutos durante el día. O bien, cuando estemos en una comida familiar todos podemos poner el móvil en una canasta para no atender mensajes ni llamadas. Hay amigos que salen a cenar y acuerdan que el primero que mire su celular, paga la cena.
La pregunta es cómo podemos tener dominio sobre nosotros mismos frente a las redes sociales. Propongo cinco caminos. Para quienes están perdiendo el control, lo primero es reconocer que existe un problema de vicio con internet. Sólo quien reconoce su enfermedad puede pedir ayuda y recuperar la paz mental. Un segundo momento es meditar con frecuencia, cómo las redes o internet están afectando la vida propia, la de la familia, el trabajo o el apostolado. Esto con el propósito de desarrollar una aversión a este desorden y cultivar el amor a una vida ordenada. Meditar estas verdades nos motivará a salir del vicio. Tercero, orar para pedir fuerzas a Dios todopoderoso. Nuestras defensas están bajas para vencer, que nadie, sin la ayuda del Señor, saldrá adelante. Cuarto, acudir con frecuencia al sacramento de la Reconciliación, que no es sólo un sacramento en el que Dios perdona, sino en el que cura y fortalece el alma. Una quinta propuesta es dejar alguna red social. Nuestra capacidad de recibir información tiene límites y a menudo sucede que ya ni siquiera sabemos dónde vimos tal o cual información.
"Nadie se desembaraza de un hábito o de un vicio tirándolo de una vez por la ventana; hay que sacarlo por la escalera, peldaño a peldaño”. Por conservar el señorío sobre nosotros mismos vale la pena el esfuerzo.
Podemos también hacer algunas cosas prácticas como establecer un horario diario para subir a la red, por ejemplo media hora, quizá cuarenta y cinco minutos durante el día. O bien, cuando estemos en una comida familiar todos podemos poner el móvil en una canasta para no atender mensajes ni llamadas. Hay amigos que salen a cenar y acuerdan que el primero que mire su celular, paga la cena.
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