James Camacho, el niño perdido durante un mes, fue encontrado muerto en un campo algodonero de Riberas del Bravo. Tenía un trastorno psicológico. Su autismo no le permitía una comunicación adecuada con su entorno y el repertorio de sus actividades era muy restringido. Como todo niño autista, James tenía seguramente rutinas y conductas repetitivas; quizá le gustaba jugar haciendo torres con algunos objetos de manera obsesiva y rutinaria. No le interesaba el mundo exterior y se sentía atraído solamente hacia los pliegues de su alma.
Un mes duró su búsqueda. Desapareció el 21 de enero de 2018 y fue hallado sin vida el 20 de febrero en un campo algodonero, cerca del lugar de su extravío. Murió de frío. Su muerte ha sido dolorosa en la ciudad por las circunstancias que la rodean: la pobreza, la ruptura familiar y los descuidos. Duele especialmente el descuido de las autoridades que han permitido la desolación de Riberas del Bravo, ese páramo de la ciudad semi abandonado; un lugar carente de suficientes servicios públicos, fruto amargo de ambiciones políticas mezquinas que, sólo por expandir la ciudad sin una planeación adecuada, han sacrificado la calidad de vida de sus habitantes.
Hace muchos siglos, también se perdió un niño en Palestina. Era todo lo contrario a un autista. Tenía una profunda vida interior, pero con una enorme capacidad de querer conocerlo todo y poder comunicarse con todos. Había quedado deslumbrado con el mundo misterioso del Templo de Jerusalén, y quería explorarlo por completo. No se perdió como James que deambuló sin saber a dónde iba. Jesús de Nazaret buscaba respuestas a las preguntas que le quemaban por dentro.
Sus padres sintieron una profunda angustia cuando, después de un día de viaje de regreso a Nazaret, se reunió la caravana para descansar y Jesús no estaba. Fueron los días más angustiosos de sus vidas. Lo buscaron por todas partes durante tres días, también en los atrios del Templo, pero seguía sin aparecer. Nunca se les ocurrió buscarlo entre los doctores, y fue ahí donde lo encontraron, haciendo agudas observaciones y dando respuestas a los problemas bíblicos que se discutían.
Encontrarlo, para sus padres, fue motivo de una gran alegría. El niño les dio desconcertantes respuestas hablándoles de otro padre, su Padre celestial, quien tenía planes llenos de misterio para él. José y María, que vivían de la fe, callaron aquel día. Sabían que la vida de su hijo era un enigma y, aunque no entendían muchas cosas, decidieron volver a emprender, silenciosos, su camino de regreso a casa.
Veintiún siglos después, Jesús perdido y hallado en el Templo, ilumina nuestros extravíos y consuela a los padres que han perdido a sus hijos. Ante el caso de James, no entendemos qué fue lo que sucedió en torno a su desaparición y su muerte. Estas preguntas están en el aire y dejamos a las autoridades competentes que las resuelvan. Pero hay otras preguntas, aún más arcanas, que no todos se formulan: los interrogantes por el sentido de la vida, por lo que está detrás de la cortina de la enfermedad, por saber cuál es la misión existencial de un niño con autismo o con cualquier discapacidad, por descubrir cuál debe ser nuestro papel como sociedad ante los más vulnerables y nuestro quehacer como hijos de la Iglesia para aliviar las llagas de las personas que sufren.
La desaparición y la muerte de James Camacho ha tenido una amplia cobertura en la prensa. La preocupación que hemos sentido por él refleja el amor que en México tenemos a la vida y a los niños. Periódicos y noticieros han mostrado que la vida de un niño de siete años con autismo es de un valor incalculable y merece toda nuestra atención y cuidado. La Iglesia lo afirma: “Todo hombre puede llegar a descubrir en la ley natural inscrita en su corazón el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política” (Evangelium vitae, 2). Cuando se deje de hablar de los niños desaparecidos o que sufren, nuestra caridad se habrá enfriado.
La legalización del aborto es hoy una amenaza para México. Casi todos los políticos lo quieren y no podemos quedarnos callados. Así como hemos puesto atención a la desaparición y muerte de James Camacho, porque nos duele que un niño se pierda y muera de frío, también ha de dolernos que haya muchas vidas humanas que nunca vean la luz porque alguien les impide nacer. Si dejamos que las leyes abortistas se extiendan en todo el país, entonces empezaremos a ser un país encerrado en su propio egoísmo; habremos perdido el rumbo y seremos una nación que deambula por el desierto de la existencia, de noche y con frío.
Un mes duró su búsqueda. Desapareció el 21 de enero de 2018 y fue hallado sin vida el 20 de febrero en un campo algodonero, cerca del lugar de su extravío. Murió de frío. Su muerte ha sido dolorosa en la ciudad por las circunstancias que la rodean: la pobreza, la ruptura familiar y los descuidos. Duele especialmente el descuido de las autoridades que han permitido la desolación de Riberas del Bravo, ese páramo de la ciudad semi abandonado; un lugar carente de suficientes servicios públicos, fruto amargo de ambiciones políticas mezquinas que, sólo por expandir la ciudad sin una planeación adecuada, han sacrificado la calidad de vida de sus habitantes.
Hace muchos siglos, también se perdió un niño en Palestina. Era todo lo contrario a un autista. Tenía una profunda vida interior, pero con una enorme capacidad de querer conocerlo todo y poder comunicarse con todos. Había quedado deslumbrado con el mundo misterioso del Templo de Jerusalén, y quería explorarlo por completo. No se perdió como James que deambuló sin saber a dónde iba. Jesús de Nazaret buscaba respuestas a las preguntas que le quemaban por dentro.
Sus padres sintieron una profunda angustia cuando, después de un día de viaje de regreso a Nazaret, se reunió la caravana para descansar y Jesús no estaba. Fueron los días más angustiosos de sus vidas. Lo buscaron por todas partes durante tres días, también en los atrios del Templo, pero seguía sin aparecer. Nunca se les ocurrió buscarlo entre los doctores, y fue ahí donde lo encontraron, haciendo agudas observaciones y dando respuestas a los problemas bíblicos que se discutían.
Encontrarlo, para sus padres, fue motivo de una gran alegría. El niño les dio desconcertantes respuestas hablándoles de otro padre, su Padre celestial, quien tenía planes llenos de misterio para él. José y María, que vivían de la fe, callaron aquel día. Sabían que la vida de su hijo era un enigma y, aunque no entendían muchas cosas, decidieron volver a emprender, silenciosos, su camino de regreso a casa.
Veintiún siglos después, Jesús perdido y hallado en el Templo, ilumina nuestros extravíos y consuela a los padres que han perdido a sus hijos. Ante el caso de James, no entendemos qué fue lo que sucedió en torno a su desaparición y su muerte. Estas preguntas están en el aire y dejamos a las autoridades competentes que las resuelvan. Pero hay otras preguntas, aún más arcanas, que no todos se formulan: los interrogantes por el sentido de la vida, por lo que está detrás de la cortina de la enfermedad, por saber cuál es la misión existencial de un niño con autismo o con cualquier discapacidad, por descubrir cuál debe ser nuestro papel como sociedad ante los más vulnerables y nuestro quehacer como hijos de la Iglesia para aliviar las llagas de las personas que sufren.
La desaparición y la muerte de James Camacho ha tenido una amplia cobertura en la prensa. La preocupación que hemos sentido por él refleja el amor que en México tenemos a la vida y a los niños. Periódicos y noticieros han mostrado que la vida de un niño de siete años con autismo es de un valor incalculable y merece toda nuestra atención y cuidado. La Iglesia lo afirma: “Todo hombre puede llegar a descubrir en la ley natural inscrita en su corazón el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política” (Evangelium vitae, 2). Cuando se deje de hablar de los niños desaparecidos o que sufren, nuestra caridad se habrá enfriado.
La legalización del aborto es hoy una amenaza para México. Casi todos los políticos lo quieren y no podemos quedarnos callados. Así como hemos puesto atención a la desaparición y muerte de James Camacho, porque nos duele que un niño se pierda y muera de frío, también ha de dolernos que haya muchas vidas humanas que nunca vean la luz porque alguien les impide nacer. Si dejamos que las leyes abortistas se extiendan en todo el país, entonces empezaremos a ser un país encerrado en su propio egoísmo; habremos perdido el rumbo y seremos una nación que deambula por el desierto de la existencia, de noche y con frío.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario