miércoles, 21 de abril de 2021

Descanse en alegría eterna, padre Goyo


"Vale el que sirve" es el epitafio que eligió para su sepultura el padre Gregorio Ciria Laglera –mejor conocido como el padre Goyo–, quien, después de su viacrucis acompañado por el cáncer, fue llamado a la presencia de Dios el lunes 19 de abril, entre las diez y las once la noche. El padre Goyo es uno aquellos sacerdotes españoles que llegaron para servir a la diócesis de Ciudad Juárez desde tiempos del obispo Manuel Talamás: José María Gracia, Saturnino García y Justo Jiménez, quienes ya partieron a las moradas eternas; así como Juan Manuel García, el único que permanece con vida en una casa de reposo en Madrid.

Conocí al padre Goyo en 1993 o 1994 cuando, siendo yo seminarista, me asignaron para mi apostolado de Semana Santa a la parroquia San Ignacio de Loyola, en el Valle de Juárez, donde él era el párroco. Entusiasmados y con gran expectación, llegamos mi amigo Alberto Castillo y yo para ser sus seminaristas huéspedes y servir en lo que él nos encomendara. Fueron mis papás quienes me llevaron hasta la parroquia y ahí el padre –a quien nunca habíamos visto– nos contó una anécdota con un final de subido color cuyo contenido no puedo reproducir en estas líneas, pero que hizo ruborizar a mis padres y luego nos provocó mucha risa.

Con un sentido del humor negro –ese que se hace sobre cosas que normalmente suscitarían horror, piedad, lástima y emociones parecidas– y sin pelos en la lengua, el padre Goyo invitaba al pensamiento crítico, a la reflexión, y muchas veces, con remates de lenguaje soez, conmocionaba a sus oyentes. En su último mensaje que, unos días antes de morir, dejó grabado para sus hermanos sacerdotes, el padre bromeó con su muerte y reveló cuál sería su epitafio. Incluso antes de ser introducido en su agonía conservó su genio y su chispa.

En aquel día en que Alberto y yo lo conocimos nos hizo la advertencia de que, durante nuestro apostolado de Semana Santa, no haríamos nada sino únicamente observarlo a él. Habíamos ido allí para eso, para conocer cómo vive y qué hace un sacerdote, y no para hacer celebraciones con el pueblo. Decía que sólo éramos simples seminaristas, que no sabíamos nada y que enviarnos a celebrar la palabra con la gente sería un fraude, ya que una celebración de la palabra estaba muy lejos de ser la Eucaristía. Observar, callar y aprender sería nuestro oficio.

También recuerdo su curiosa manera de alimentarse. Ese día el padre Goyo nos llevó a la cocina y nos mostró la estufa donde había únicamente una olla repleta de arroz. Era todo lo que comeríamos durante la semana; mañana, tarde y noche. Una vez agotado el arroz, durante los siguientes siete días la cacerola contendría únicamente picadillo de res. La tercera semana tocaría el turno a la ensalada de lechuga y hacia el final del mes habría sólo frijoles. De esa manera tendríamos –decía– una dieta balanceada. La Providencia no quiso dejarme durante toda la semana en la parroquia San Ignacio. El padre Gerardo Rojas me solicitó acompañarlo en El Porvenir durante los días santos, así que dejé a mi amigo Alberto observando al padre Goyo y, como los chinos, alimentándose de arroz durante toda la semana. ¡Ah!, eso sí, como buen hijo de España, en las casas parroquiales donde vivió el padre Goyo nunca faltaron el vino y el queso.

Detrás de ese hombre jocoso, franco y de mucho temple que fue Gregorio Ciria, había un sacerdote hondamente sensible y con un enorme amor a Jesucristo. Varias veces lo escuché decir que había llorado por tal o cual cosa que afectaba la vida de la Iglesia; incluso por la dramática pérdida de la fe en España. Su disponibilidad misionera para dejar su diócesis de Zaragoza y viajar al otro lado del mar, a Ciudad Juárez, así como su apasionada entrega al servicio del Reino de Dios durante 53 años en esta ciudad, en una vida sin ostentación y con espíritu de pobreza, son expresión de un alma sacerdotal enorme.

¡Cuánto bien hizo a nuestra Iglesia diocesana el padre Goyo, y cuánta alegría trajo a nuestro presbiterio! Quienes aquí nacimos hemos de agradecer a Dios por el testimonio sacerdotal de un hombre que, siendo extranjero, amó profundamente a nuestra tierra, se hizo uno de nosotros y quiso morir en este suelo. ¡Gracias, padre Goyo, por su vida y su donación! Gracias por haber disfrutado de las cosas sencillas de la vida y por enseñarnos que en el sacerdocio se puede fusionar el amor a Dios y a la Iglesia con el sentido del humor. Descanse hoy en el pecho de Aquel que es la felicidad eterna y goce con las alegrías inefables que habitan en la casa de Dios.

1 comentario:

  1. Padre, que hermoso relato, me lleno de risas y lágrimas por qué tal cual conoci al padre Goyo.

    Sus enseñanzas siempre estarán en mi corazón y sobretodo la mirada de Cristo en medio de su manera peculiar de enseñar y amar a todo el mundo y está tierra Santa.

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