Zombis entre nosotros
Cuando la Palabra de Dios se predica con poder, y como fruto de una vida de oración, hasta las vidas más perdidas se transforman en historias de salvación. Desde ahora, quienes fueron asesinos, secuestradores, violadores, estafadores y narcotraficantes quedaron enamorados del Señor Jesús, y dispuestos además a convertirse en sus misioneros para colaborar a que sus compañeros pasen del mundo de las tinieblas a la región de la luz, del amor y de la paz. Como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, nuestro deber es orar por estos hermanos conversos para que perseveren y crezcan en la fe como testigos del Resucitado.
En este mes de noviembre se han puesto de moda las marchas de los zombis en grandes ciudades de Norteamérica. Estas marchas, en las que participa gente disfrazada de muertos vivientes, quieren manifestar la deshumanización que existe en las urbes de nuestras sociedades. Es cierto. Mire usted: un signo alarmante es la aparición de zombis reales. Se trata de hombres y mujeres sin alma que, a sangre fría, toman un arma y disparan para matar el mayor número posible de personas. Así sucedió hace poco en Las Vegas Nevada y en Springfield Texas.
En México las cosas no están mejor. Las ejecuciones callejeras, en bares, restaurantes y en centros de rehabilitación son bastante frecuentes en muchas ciudades. Conocemos la saña inaudita de los narcotraficantes y secuestradores para intimidar a sus enemigos. Y no se trata de enfermos mentales, sino de personas con vidas aparentemente normales. En Estados Unidos sólo un 25 por ciento de los asesinos en masa han tenido trastornos de la mente. El otro 75 por ciento lo hace porque no siente emociones humanas, carece de sentimientos y de toda moralidad. Este es el nuevo hombre-zombi que está emergiendo.
Nuestros gobiernos y organizaciones de la sociedad civil creen que todo se resuelve con matemáticas. Si desarmamos a todo el país -dicen- disminuirán los asesinatos. Sin duda que las políticas públicas pueden ayudar, pero no solucionan el problema. Los zombis actuales buscarán formas nuevas y creativas de expresar su odio contra la sociedad. Pueden hacerlo envenenando a una población con productos químicos, fabricando explosivos o atropellando en una furgoneta a cuanto cristiano encuentren, como ocurrió en las ramblas de Barcelona.
El zombi no suele ser un trastornado. Lo que lo ha convertido en muerto viviente es haber crecido con una visión defectuosa del mundo. El zombi es una persona que, por lo general, careció de amor y vivió en ambientes de violencia. Es alguien que nunca conoció a Dios y por ello piensa que el universo no está supervisado. Nadie lo cuida ni lo ama, ni se preocupa por él. Por ello el zombi piensa que no hay alguien a quien le deba rendir cuentas de su conducta. Son personas sin estructura moral. Para ellos los sentimientos son absurdos y, de esa manera, cualquier acción como secuestrar, extorsionar, violar o matar da igual que no hacerlo.
El zombi cree que con el asesinato masivo o con la delincuencia se compensarán las injusticias que ha tenido que soportar. Piensa que de esa manera será escuchado, comprendido y aceptado. Cualquiera de nosotros puede ser su víctima.
Entre nosotros están los zombis que no se disfrazan como tales cada mes de noviembre para marchar por las calles. Son los zombis reales y su número seguirá creciendo mientras que no vayamos a la raíz del problema: curar el corazón del hombre al llevarlo con el Médico divino, y sanando las heridas de tantas familias rotas, porque es en ellas donde nos humanizamos y donde adquirimos el sentido de la vida.
En México las cosas no están mejor. Las ejecuciones callejeras, en bares, restaurantes y en centros de rehabilitación son bastante frecuentes en muchas ciudades. Conocemos la saña inaudita de los narcotraficantes y secuestradores para intimidar a sus enemigos. Y no se trata de enfermos mentales, sino de personas con vidas aparentemente normales. En Estados Unidos sólo un 25 por ciento de los asesinos en masa han tenido trastornos de la mente. El otro 75 por ciento lo hace porque no siente emociones humanas, carece de sentimientos y de toda moralidad. Este es el nuevo hombre-zombi que está emergiendo.
Nuestros gobiernos y organizaciones de la sociedad civil creen que todo se resuelve con matemáticas. Si desarmamos a todo el país -dicen- disminuirán los asesinatos. Sin duda que las políticas públicas pueden ayudar, pero no solucionan el problema. Los zombis actuales buscarán formas nuevas y creativas de expresar su odio contra la sociedad. Pueden hacerlo envenenando a una población con productos químicos, fabricando explosivos o atropellando en una furgoneta a cuanto cristiano encuentren, como ocurrió en las ramblas de Barcelona.
El zombi no suele ser un trastornado. Lo que lo ha convertido en muerto viviente es haber crecido con una visión defectuosa del mundo. El zombi es una persona que, por lo general, careció de amor y vivió en ambientes de violencia. Es alguien que nunca conoció a Dios y por ello piensa que el universo no está supervisado. Nadie lo cuida ni lo ama, ni se preocupa por él. Por ello el zombi piensa que no hay alguien a quien le deba rendir cuentas de su conducta. Son personas sin estructura moral. Para ellos los sentimientos son absurdos y, de esa manera, cualquier acción como secuestrar, extorsionar, violar o matar da igual que no hacerlo.
El zombi cree que con el asesinato masivo o con la delincuencia se compensarán las injusticias que ha tenido que soportar. Piensa que de esa manera será escuchado, comprendido y aceptado. Cualquiera de nosotros puede ser su víctima.
Entre nosotros están los zombis que no se disfrazan como tales cada mes de noviembre para marchar por las calles. Son los zombis reales y su número seguirá creciendo mientras que no vayamos a la raíz del problema: curar el corazón del hombre al llevarlo con el Médico divino, y sanando las heridas de tantas familias rotas, porque es en ellas donde nos humanizamos y donde adquirimos el sentido de la vida.
Milagro en el Cereso
Hace unos días, Dios se manifestó como un viento huracanado que resquebraja las peñas y hace temblar las piedras. Ocurrió en el Cereso de nuestra ciudad. A un grupo de laicos misioneros de Ciudad Juárez se les permitió predicar el Evangelio durante dos días a un grupo de 25 reos. Los reclusos eran personas que llevan años entre las rejas, algunos con hasta 230 años de condena, y hasta dobles cadenas perpetuas, por los estremecedores delitos que cometieron. Pero Jesús, así como vino a resucitar a Lázaro, hoy sigue dando vida a las almas muertas que claman tener vida. El poder divino hizo que se doblegaran los corazones más endurecidos, las mentes más frías para los asuntos de Dios, las personas más golpeadas por la vida, muchos de ellos con verdaderos pactos con el mal.
¿Qué sucedió? Sencillamente lo que hicieron Pedro y los Apóstoles después de la Resurrección, cuando se plantaron en las plazas públicas de Jerusalén a proclamar que Jesucristo estaba vivo y que ellos eran sus testigos. Así lo hicieron los Laicos en Misión Permanente, este grupo de católicos llamados por Dios a proclamar su Evangelio con ojos abiertos y corazón palpitante. Llegaron al Cereso temblando de frío y de ciertos nervios, pero con la seguridad de ir en el nombre del Señor, como el pequeño David ante el gigante Goliat. Después de hacer largas filas de revisión y cateo personal, luego de atravesar pasillos, rejas y puertas de seguridad, llegaron a la sala donde los esperaban los reos. Y ahí ocurrió el milagro.
Hace unos días, Dios se manifestó como un viento huracanado que resquebraja las peñas y hace temblar las piedras. Ocurrió en el Cereso de nuestra ciudad. A un grupo de laicos misioneros de Ciudad Juárez se les permitió predicar el Evangelio durante dos días a un grupo de 25 reos. Los reclusos eran personas que llevan años entre las rejas, algunos con hasta 230 años de condena, y hasta dobles cadenas perpetuas, por los estremecedores delitos que cometieron. Pero Jesús, así como vino a resucitar a Lázaro, hoy sigue dando vida a las almas muertas que claman tener vida. El poder divino hizo que se doblegaran los corazones más endurecidos, las mentes más frías para los asuntos de Dios, las personas más golpeadas por la vida, muchos de ellos con verdaderos pactos con el mal.
¿Qué sucedió? Sencillamente lo que hicieron Pedro y los Apóstoles después de la Resurrección, cuando se plantaron en las plazas públicas de Jerusalén a proclamar que Jesucristo estaba vivo y que ellos eran sus testigos. Así lo hicieron los Laicos en Misión Permanente, este grupo de católicos llamados por Dios a proclamar su Evangelio con ojos abiertos y corazón palpitante. Llegaron al Cereso temblando de frío y de ciertos nervios, pero con la seguridad de ir en el nombre del Señor, como el pequeño David ante el gigante Goliat. Después de hacer largas filas de revisión y cateo personal, luego de atravesar pasillos, rejas y puertas de seguridad, llegaron a la sala donde los esperaban los reos. Y ahí ocurrió el milagro.
Cuando la Palabra de Dios se predica con poder, y como fruto de una vida de oración, hasta las vidas más perdidas se transforman en historias de salvación. Desde ahora, quienes fueron asesinos, secuestradores, violadores, estafadores y narcotraficantes quedaron enamorados del Señor Jesús, y dispuestos además a convertirse en sus misioneros para colaborar a que sus compañeros pasen del mundo de las tinieblas a la región de la luz, del amor y de la paz. Como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, nuestro deber es orar por estos hermanos conversos para que perseveren y crezcan en la fe como testigos del Resucitado.
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