viernes, 28 de agosto de 2015

De vida o muerte: Aprender a morir

Si existieran las lecciones de suicidio, Nicolás Chamfort habría reprobado. Él fue un literato y moralista que vivió en París durante los años de la Revolución francesa. Cuando el régimen del Terror lo encarceló por sus críticas a la república, intentó quitarse la vida.

Un amigo suyo, Pierre Louis Ginguené, lo describe así: “Carga una pistola, pretende dispararse en la frente, se destroza la parte alta de la nariz y pierde el ojo derecho. Asombrado de seguir vivo, y resuelto a morir, coge una navaja de afeitar, intenta cortarse el cuello una y otra vez y se hace jirones la carne: la impotencia de su mano no cambia para nada la resolución de su alma; se da varios cortes en el pecho para llegar al corazón y, comenzando ya a desfallecer, en un último esfuerzo, trata de cortarse las dos corvas y de abrirse todas las venas, exhala un grito y se echa en un sillón, donde cae casi sin vida. La sangre corría a chorros bajo la puerta” (Nicolas de Chamfort, Maximes et pensées, caractères et anecdotes). Sin embargo sus amigos lo encontraron y con una intervención quirúrgica le salvaron la vida. Tiempo después le llegó la muerte como consecuencia de las heridas que se provocó.

¿Qué sentido tiene la frase ‘aprender a morir’? En realidad nadie aprende a morir, si por morir entendemos la cesación de las funciones vitales. Chamfort no pudo hacerlo. Se muere una sola vez y punto. Cruzadas las fronteras entre el tiempo y la eternidad, nadie regresa para contarlo. Esta clase de muerte no depende, pues, de nosotros, y no nos fallará. Llegará puntual, tarde o temprano.

Sin embargo hay una clase de muerte que depende de nuestro control. Es un tránsito que no nos aniquila sino que nos da vida. Empieza con el abandono del seno materno para conocer lo que hay en el mundo, y se prolonga a lo largo de todo el arco del tiempo de nuestro itinerario por la vida. Es una muerte que descubre las ansias de felicidad que se anidan en el corazón y que nos hace libres.

Atrás quedaron nuestros juguetes y vacíos los columpios del parque. Saltamos a la adolescencia y la inocencia se fue esfumando. Con la juventud quizá lloramos por morir a un amor; y cuando partimos de la casa paterna tuvimos que decir adiós a nuestros padres y hermanos para formar la propia familia. La vida se compone de muchos adioses y cada muerte va revelando la clase de personas que somos. “El sentido de nuestra vida –decía A. Zerolo– no está en lo que nosotros hacemos, sino en lo que nos va pasando y en cómo nos adherimos a ello”.

Hay una cosa que temo, y es que la muerte se me pegue sin que me dé cuenta. No es la que llevo naturalmente en mi cuerpo. Todos los días me miro en el espejo y de vez en cuando descubro alguna arruga nueva. A medida que pasan los años empiezan a dolerme partes de mi anatomía que antes me eran indiferentes. Terminarán un día mis fuerzas y funciones vitales, lo sé. Ello no me conturba. La muerte que me inquieta es –¡ay!– la muerte del alma. Por ello observaba Bécquer aquello de que “No son los muertos los que en dulce calma, la paz disfrutan de su tumba fría; muertos son los que tienen muerta el alma, y viven todavía”.

La muerte, un día, tendrá su éxito en mí, en todos. Su triunfo será cumplir con su función natural de desintegrar las fuerzas del cuerpo. Hasta ahí llegará. Pero me pregunto si yo tendré éxito en mi muerte. Y descubro que Dios brinda cada día la oportunidad de lograr esa victoria final a través de las pequeñas muertes de todos los días: morir a la soberbia, a la pereza, a la avaricia y la envidia; dar muerte a la lujuria, a la ira y la gula; asesinar al viejo yo, sofocar el egoísmo para dar vida al hombre nuevo que en Jesús encuentra su modelo perfecto. Sin duda, el arte de vivir es también el arte de morir.

El dicho ‘Genio y figura hasta la sepultura’ es cierto para aquel que se acurruca en sus miserias y mediocridades. Pero no para un cristiano de fe viva. Si Cristo Jesús resucitó a Lázaro y al hijo de una viuda, y si él mismo resucitó de entre los muertos, ¿qué no hará para resucitarnos de nuestras oscuridades? Aprender a morir es vivir en la luz y es prepararnos para cuando lleguemos al último suspiro. Porque solamente las vidas exitosas –dirá Hadjadj– son las que tienen éxito en la muerte.

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