miércoles, 30 de enero de 2019

Líderes: conducir sin consultar; discernir antes de actuar

El presidente de la república Andrés Manuel López Obrador tiene un estilo muy particular de gobernar. Ha dejado claro que en la toma de decisiones para los asuntos públicos está dispuesto a consultar al pueblo. Decidió, por ejemplo, cancelar el proyecto del aeropuerto de la Ciudad de México preguntando su opinión a la gente. Otros proyectos del presidente también se someterán a consulta: la construcción del tren maya, refinerías, la creación de la Guardia Nacional y los juicios políticos a los expresidentes de México por actos de corrupción.

El presidente, sin duda, tiene muchos seguidores en México. Su rectitud de intención y su honestidad personal le han atraído gran popularidad. No obstante, su estilo de consultar al pueblo es inadecuado para un buen líder. El auténtico liderazgo es aquel que sabe vivir sin los aplausos del pueblo y aquel que no teme la crítica de su gente. Un buen líder sabe educar su conciencia delante de Dios y tener criterios más firmes que el simple entusiasmo de las multitudes. El liderazgo entendido hoy como el seguimiento de las corrientes de las opiniones de la gente es una de las fragilidades de la democracia. Consultar al pueblo creyendo que el pueblo es sabio, es la antítesis del liderazgo. De esa manera no se conduce al pueblo sino que se deja conducir por la opinión de la multitud. Las masas suelen ser altamente manipulables y los métodos de consulta, dolosos.

Este domingo dos líderes están en la Palabra de Dios: el profeta Jeremías y Jesucristo. Ellos no vinieron sólo a endulzar el oído a las muchedumbres. Cada uno en su época, ambos se colocaron al frente de Israel para convertirse en murallas. Fueron auténticos líderes porque tuvieron la capacidad de poner un freno, con su palabra y ejemplo, para que el pueblo no se descarriara. Fueron verdaderos líderes porque sabían cuál era el bien durable, estable y fructuoso para el pueblo de Dios. Esa es la clase de liderazgo que hemos de desear para el papa, los obispos, sacerdotes, padres de familia y también para los políticos. Es necesario que los líderes espirituales y padres digan a la gente aquello que no va con el plan de Dios, y que los políticos digan al pueblo lo que se opone al bien común. Si únicamente estamos al frente de una Iglesia, de una parroquia, de una familia o de un país para endulzar los oídos de la gente y para dejarnos endulzar por ellos, terminaremos por no conducir a ninguna parte. 

Todo líder, además, debe ser una persona que necesita ejercitarse en el discernimiento. Discernir es reflexionar, distinguir el bien del mal, lo que construye a las familias y lo que las destruye, lo que edifica a una sociedad y lo que la lleva a su ruina. Discernir es saber cuáles son las causas por las que vale la pena luchar y sacrificarse.

Dice san Pablo: "Aunque yo entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve". Hay personas que atraen la atención de la prensa porque, en un acto suicida, rocían de gasolina sus cuerpos y se prenden fuego. Estos actos no siempre son buenos. Hay que discernir el motivo de ese sacrificio. De la misma manera puede ser que haya personas, instituciones, empresas y gobiernos que se llamen a sí mismos benefactores de la sociedad, y que aporten grandes sumas de dinero a objetivos que ellos consideran importantes. Sin embargo no todas las causas son necesariamente buenas.

Magnates como Bill Gates, que donan millones de dólares para promover el aborto en el mundo porque creen que con ello hacen un bien para la humanidad, están lejos de actuar según el querer de Dios. O bien, aquellas organizaciones internacionales que utilizan millonarios recursos para facilitar el trabajo de los lobbys y el soborno a los parlamentos de muchos países para aprobar legislaciones contra la familia y el orden establecido por Dios, están lejos de ser benefactoras de la humanidad. No basta la generosidad, enseña san Pablo. Hay que ser generosos sólo con aquello que lo merece.

Necesitamos líderes que sepan conducir y no consultar, y discernir antes de actuar. Estos líderes son los que necesita la Iglesia en sus obispos y sacerdotes, y las comunidades en sus políticos. Si eres líder de tu familia, tu deber reclama un gran discernimiento, y la seguridad del pastor que tiene claro hacia qué fuentes tranquilas debe conducir a las ovejas.

miércoles, 23 de enero de 2019

Llorar

Hace muchos años, cuando yo era un adolescente, tuve una pequeña crisis existencial. Recuerdo bien –tendría 13 o 14 años– que por primera vez tuve una sensación de desamparo; la soledad y el vacío me sacudieron. No era por cuestiones familiares o afectivas, pues siempre fui afortunado en tener una familia integrada. Por primera vez me asombré seriamente ante el misterio de la vida y me pregunté dónde estaba Dios. Hubo angustia y llanto.

Hace unos días escuché a una mujer cuyo marido fue asesinado, aquí en Ciudad Juárez, por un asalto a su negocio, como ocurre tantas veces en nuestro país. En un abrir y cerrar de ojos la vida de la familia se trastornó brutalmente. Los niños, tan necesitados de la figura del padre, conocieron la orfandad paterna. Con crueldad el misterio de la iniquidad les abría una herida que aún sigue sangrando, sobre todo en un hijo que no quiere saber nada de Dios. Así caminan muchas familias de nuestro país, humilladas y heridas por la violencia.

Sinsabores, decepciones, tragedias, traiciones, miedos, fatigas y luchas nos hacen llorar; todo eso es parte del misterio de la vida. Para mitigar los dolores, algunos toman un camino equivocado y ahogan sus penas en el alcohol o los narcóticos, en el juego, la diversión, el sexo o se hunden en la depresión. Los más prudentes, en cambio, lloran pero con el corazón abierto a Dios, esperando su respuesta y su consuelo. "Dichosos los que lloran –dijo Jesús– porque serán consolados".

Cuatro siglos antes de la llegada del Mesías, los judíos también lloraron cuando regresaron a su tierra, luego de años de destierro en Babilonia. Tenían la tarea inmensa de reconstruir su ciudad pero, sobre todo, la gran tarea de reconstruir su vida interior. Nehemías y Esdras –líder laico y líder sacerdote, respectivamente– se dieron a la tarea de restaurar material y espiritualmente al pueblo de Israel. A aquellos hebreos humillados y humildes, Dios los fue colmando de esperanza.

¿Por dónde deberán caminar las personas que lloran y no encuentran consuelo en los bienes de este mundo? ¿Qué camino seguirá una familia para restaurarse interiormente de la herida por la pérdida de su esposo y padre? ¿Cómo restaurar una sociedad como la de Venezuela, herida por la falta de libertad? ¿Qué sendero debe tomar nuestra sociedad mexicana, golpeada por la violencia y dividida por las discordias políticas? ¿Cómo consolar a los migrantes, tan lacerados por la pobreza y el destierro?

Este domingo la Palabra divina nos dice que el pueblo de Israel se puso a escuchar la voz de su Señor. Los judíos necesitados de esperanza y fortaleza se abrieron a la riqueza de la Palabra del Único que puede alimentar, restaurar, reconstruir, levantar e indicar el camino para vivir dignamente la vida. El pueblo, abierto el corazón a la Palabra, lloraba. Es una escena muy conmovedora de intercambio de sed de consuelo y de amor entre Dios y su pueblo. Los hombres que abren su corazón a Dios y Dios que derrama sobre ellos su misericordia. Hoy nos preguntamos con qué actitud nos acercamos a la Palabra de Dios.

Es impresionante escuchar hoy a Jesús, citando a Isaías, en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor está sobre mí, él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor... Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír". Era el mismo Verbo eterno del Padre quien, con voz de hombre, hablaba a la humanidad herida.

El mundo nos propone, como fórmula de felicidad la diversión, entretenimiento, placer, vivir por los sentidos y sin mirar al mundo del espíritu. Son pocos los que quieren llorar y muchos prefieren mirar hacia otra parte cuando inevitablemente encuentran enfermedad y dolor. Sin embargo para ser verdaderamente felices primero debemos aprender a llorar. Sólo así, llorando nuestras miserias, Dios nos puede consolar para luego no atrevernos a escapar de situaciones dolorosas y llorar con los que lloran, enjugando sus lágrimas.

jueves, 17 de enero de 2019

La tristeza de un agente de migración

Llegué, no hace muchos días, al puente internacional para cruzar la frontera hacia Estados Unidos. El inspector, un joven entre 30 y 40 años, me interroga con las preguntas de rigor: a dónde voy, si el coche es mío, dónde vivo. Quiere saber a qué dedico mi vida y le digo que soy sacerdote en Ciudad Juárez. Me pregunta por mi parroquia y me pide permiso para hacerme una pregunta muy personal: "¿Todo lo perdona Dios?" En su rostro percibo una expresión de profunda tristeza. "Mire usted –me dice en tono confidencial– mi esposa y yo esperábamos un hijo y, al saber que el bebé nacería con discapacidad, decidimos terminar el embarazo". Yo le respondo que cuando hay arrepentimiento en el corazón, Dios nos perdona y nuestra vida puede recuperar la esperanza. Le explico que el aborto es una herida que se abre en la vida de quienes son responsables, herida que sólo Jesús puede curar; le sugiero acercarse a su parroquia para conversar y confesarse con un sacerdote. El tiempo con el inspector fue brevísimo, pero bastó para que yo me fuera rezando en el camino por esa persona.

Muchas veces vivimos cargando con fardos muy pesados por errores y pecados que nos quitan la alegría y que fácilmente pueden sumergirnos en la depresión. Necesitamos ser escuchados por alguien pero, sobre todo, necesitamos tener la certeza de que Dios nos perdona y que nuestra vida no está perdida para siempre. Es necesario reparar nuestra relación con Dios y tener una nueva oportunidad.

De nuestras angustias y preocupaciones sabe muy bien la Virgen María. Como una buena madre que ha observado por muchas horas a su bebé y lo conoce mejor que nadie, así ella nos conoce y se anticipa caritativamente para ayudarnos en nuestras tribulaciones. Lo que hace María es acudir a Jesús para hablarle de lo que nos sucede. Simplemente le presenta nuestras necesidades. El rey Ezequías, viéndose amenazado por un rey vecino, se dirigió al lugar donde estaba el Arca de la Alianza –lugar de la presencia de Dios–, leyó la carta amenazadora de su enemigo delante del Altísimo y le dijo que el problema, más que ser suyo, era de Dios. A Dios se lo entregaba (2Re 19,10ss)

A aquel agente de migración que participó en el aborto de su hijo probablemente le está costando mucho esfuerzo ir a la presencia de Dios y postrarse para hacer oración. Cuando una carga pesada nos doblega, sobre todo si se trata de una culpa moral, cuesta más entrar en la presencia del Señor. Pero es necesario hacerlo, llegar a la presencia divina y arrojar a sus pies todo ese peso aplastante. "Arrojen en el Señor todas sus preocupaciones", decía el apóstol san Pedro (1Pe 5,7). Pero tenemos que hacerlo en la confianza de que hay un Dios que nos escucha, no en la angustia de querer presionar a Dios o convencerlo por medio del estrés que padecemos. En vez de decir "tengo grandes problemas para Dios", hemos de aprender a decir: "tengo un gran Dios para mis problemas".

Dejemos a Dios ser Dios. La Virgen en el Evangelio de las Bodas de Caná dice a los criados: "Hagan lo que Él les diga", refiriéndose a Jesús. Después de esa frase de María en los evangelios, ella guardará silencio para siempre y no hablará más. Esto significa que la voluntad de Dios es lo mejor. Muchas personas se desalientan en la oración porque esperan una respuesta de Dios a lo que ellos quieren que suceda, pero tantas veces no ocurre así. Dios ve mucho más allá de lo que nosotros vemos, Él entiende factores que no entendemos y tiene planes que nosotros no tenemos. Lo dijo por boca de Isaías: "Mis planes no son sus planes, y mis caminos no son sus caminos". Cuando presentemos entonces una súplica a Dios, tengamos la confianza de que él conoce la respuesta, los modos, tiempos y personas. Él es el Señor, no nosotros.

Sanar de un aborto no es fácil. Pero la vida pasa por tantas otras experiencias que nos hieren, y son tantas las necesidades y urgencias, que tenemos que acudir a Dios para orar. Hace muchos años conocí cerca de Monterrey a una mujer dedicada por años y años a cuidar a su hija con discapacidad mental; era tanta la atención que la muchacha demandaba que ni siquiera podía ir al baño sin la ayuda de su madre. Sin duda era una situación humanamente muy difícil. Sin embargo no había en esta madre ni una sola queja, ni blasfemias contra Dios, ni incredulidad ni reclamos, sino gratitud y alabanza porque Dios le permitía cuidar a una hija que para ella era un ángel. ¿De dónde le venía la fortaleza a esta virtuosa mujer si no era de la oración?

Sólo Dios sabe por qué cañadas oscuras y extrañas nos lleva tantas veces. Recordemos que hubo en la historia una mujer que perdió a su hijo en las circunstancias más dolorosas. Dios la sometió a una de las peores torturas. Le arrancaron al hijo con la crueldad más horrible mientras que Dios callaba en ese momento. Por ese silencio de Dios tuvo que pasar Nuestra Señora y recibir a su hijo Jesús muerto en sus brazos, en la cima del Calvario. Ella se mantuvo firme, fiel y con una gran confianza en Dios. Humildad, confianza, sencillez, esperanza, todo eso necesitamos para acercarnos a Dios, pero sobre todo la certeza de que ese Dios al que le hablamos es un Dios que tiene más deseos e interés que nosotros mismos para darnos más bien del que nosotros nos imaginamos.

miércoles, 9 de enero de 2019

Hacer una Confesión general de la vida

Esta semana he estado acompañando al grupo de 21 seminaristas del Curso Introductorio en sus Ejercicios Espirituales anuales. Lo he hecho durante los últimos años guiado por los llamados "Ejercicios Espirituales" de San Ignacio de Loyola, diseñados para purificar el alma de todo apego al pecado y ordenar la propia vida en el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Quienes hacen los ejercicios meditan fuertemente, entre otros muchos, el tema del pecado para lograr un verdadero aborrecimiento de toda maldad en la propia conducta. Para ello san Ignacio recomienda preparar y hacer, lo que se llama, una confesión general de toda la vida. Consiste en hacer un inventario de todo el cúmulo de pecados acumulados, desde que uno tuvo uso de razón hasta el presente, para decirlos, con un corazón contrito, al sacerdote confesor. Es una experiencia profundamente liberadora.

Hace años, cuando fui seminarista, en unos ejercicios ignacianos en Roma, hice mi confesión general. Recuerdo el temblor y el amor que experimenté. Iba, por una parte, como quien se presenta delante del juez en una corte federal para recibir sentencia por los delitos cometidos. Al mismo tiempo, entré con la confianza de un niño que sabe que no va a encontrar a un severo inquisidor sino a un Padre amoroso para recibir su abrazo. Fue una de las experiencias más importantes de mi vida, una verdadero renacimiento espiritual.

Jesús se formó en la fila de los pecadores para recibir el Bautismo de Juan. Pareciera que el que no tenía pecado fuera hacer una confesión de sus culpas. Los Santos Padres de la Iglesia enseñan que en esta escena Jesús hizo algo parecido a lo que hizo con los enfermos y pecadores. A ellos los tocaba sin temor a contagiarse porque Él era la salud misma. Y sin temor a quedar contaminado por el pecado les concedía el perdón, porque Él era la misma santidad. De la misma manera, el que no necesitaba ser bautizado se sumergió en el agua del Jordán para santificar las aguas en las que todos seríamos bautizados. Sí, Jesús lavó las aguas del Jordán, dicen los Padres. En vez de que las aguas lo lavaran a él, él hizo puras las aguas para que purificara el pueblo.

La experiencia de predicar ejercicios y escuchar confesiones generales me ha hecho ver al Cristo cercano a los pecadores para mostrar lo increíblemente próximo que está el perdón cuando hay arrepentimiento. En efecto, el arrepentimiento cierra las puertas del infierno y abre las del cielo, pisa con un pie la cabeza de la serpiente y, con el otro, se para frente a los umbrales de las moradas divinas. Así lo viví, esta semana, con los seminaristas. Los ví renacer como nuevas criaturas.

Hay ambientes donde el arrepentimiento no parece existir. Las llamadas "marchas del orgullo" que se celebran en diversas partes del mundo, muestran cínicamente aquello de lo que deberían avergonzarse y arrepentirse. Subrayan la palabra "orgullo" para decir que no tienen nada de qué arrepentirnos, sino al contrario. Está también la ola verde de mujeres feministas que ha llegado a México para dar la batalla por el aborto legal. Muchas de ellas, en un estado de muerte total de la conciencia y endurecimiento del alma, se jactan de haberse procurado uno o varios abortos.

Nuestra época rechaza el arrepentimiento. Gente del mundo de la farándula un día se casa y al poco tiempo firma el divorcio. Actores y cantantes revelan que dejaron de ser heterosexuales para ser bisexuales, o se someten a cirugías para un cambio de sexo, como si la naturaleza humana pudiera reinventarse o llenarse de cualquier contenido.

La religión del laicismo, que no conoce las palabras arrepentimiento ni perdón, nos acusa a los cristianos de ser personas que vivimos asustadas, con complejos de culpa y que sólo pensamos en premios y castigos después de la vida. Propone, en cambio, una moral diferente, sin límites ni frenos. El hombre, para la mentalidad individualista y mundana, es un pequeño dios, un rebelde que puede convertirse en lo que quiera. En esta manera de pensar, muy propia del laicismo ateo, no hay lugar para el arrepentimiento.

Los cristianos no vivimos ni en la tristeza, ni con complejos de culpa. Todo lo contrario. Descubrimos, en lo profundo de nuestro ser, que estamos llamados a un "deber ser", a caminar cuesta arriba, hacia una cumbre. Sentimos que nos hemos quedado cortos y que podemos dar más de lo que hemos dado, que no hemos logrado lo que deberíamos ser y por ello buscamos el arrepentimiento. Arrepentirse conduce a mejorar la vida, a subir una escalera. Empieza en el dolor y termina en la alegría.

Quienes hemos hecho una confesión general de la propia vida, reconociendo con humildad delante de Dios nuestros errores y fallas, sentimos que el arrepentimiento nos ha conducido desde la oscuridad de los ojos, sumergidos en las aguas del Jordán, hacia la luz celestial de donde desciende la paloma, hacia el gozo de saber que somos hijos de Dios.

miércoles, 2 de enero de 2019

Sin regalos no podemos vivir

Hace muchos años mi familia decidió que no habría regalos en Navidad. Fue una liberación para todos. Dejamos de sentirnos presionados por la ola consumista que a muchos empuja a tener que comprar algo, muchas veces de manera forzada. Aprendimos que el gran regalo de unos para otros es estar juntos y convivir como familia. Un desprendimiento de la costumbre de darnos regalos navideños nos ha hecho darnos cuenta de que el verdadero regalo es la presencia de Jesús en nuestras almas.

Los magos, reyes o sabios de Oriente hoy nos siguen dando una gran lección: nuestros regalos han de ser para Jesús. Los Santos Padres de la Iglesia, buscando el significado de aquellos regalos nos enseñaron que ofrecieron oro al Niño por ser rey, incienso por ser Dios, y mirra por ser hombre, ya que la mirra, en el imperio romano, era un anestésico para los moribundos o los condenados a muerte. Jesús será, más adelante, el condenado a muerte para nuestra salvación.

Personalmente me gustan mucho los regalos, pero aprecio, sobre todo, los que son más espontáneos, fuera de la presión consumista. Ellos son expresiones de cariño hacia las personas que queremos. Los regalos tienen su origen en Dios, que "tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él tenga vida eterna" (Jn 3, 16). En esta fiesta de Reyes entendamos que Jesús es el gran regalo del Padre para todos, y nosotros estamos llamados a ser regalos para Dios.

Me impresionó la historia de Manuelito Foderá, un niño de cuatro años que enfrentó su cáncer como una historia de amor inagotable con Jesús. Un pequeño que ofrecía su dolor hasta el final para convertir el mayor número de almas posibles a Dios. Un niño que no entendía cómo era posible que hubiera personas que no amaran al Señor. Un niño que a los nueve años vivía una relación con el Padre celestial como si estuviera en una fiesta, tan seguro del Paraíso que no veía frontera entre la tierra y el cielo. Murió en 2010 ofrendando su enfermedad y su vida a Jesús.

Los reyes magos pusieron sus dones a los pies de Jesús. Es una espléndida enseñanza. Todos hemos recibido talentos como la inteligencia, la salud y el cuerpo, capacidades de liderazgo, talentos artísticos o administrativos. Es triste saber que hay personas con inteligencia muy aguda y capacidades enormes, pero al servicio del mal, del crimen, de la mafia, del daño a la gente. La Epifanía nos recuerda que el oro, el incienso y la mirra han de colocarse frente al Señor. Dice San Pablo: "Yo los exhorto por la misericordia de Dios a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer" (Rom 12, 1).

La madre de Francisco Javier Olivera tomó muy en serio la exhortación de san Pablo y, como Ana, la madre del profeta Samuel, ofreció a su hijo al Señor, siendo éste un niño, para que fuera sacerdote en Asia. Dios escuchó su petición. Hoy el padre Francisco Javier es misionero en Mongolia, donde apenas hay 1200 católicos y con leyes muy restrictivas para el catolicismo. Ahí lleva la Palabra de Dios y su amor sacerdotal con temperaturas de 30 grados bajo cero en el invierno.

Santo Tomás de Aquino se preguntaba qué sucedió con los regalos que los Reyes magos ofrecieron al Niño. Y cita una antigua tradición que dice que la Sagrada Familia los utilizó para aliviar las necesidades de otros hermanos. Ni el oro que recibió el niño alteró la forma sencilla de vivir de la Familia de Nazaret. Además de llevar nuestros talentos a los pies de Jesús, la fiesta de hoy nos invita a ponerlos al servicio de los hermanos.

Son tantos los testimonios maravillosos de servicio generoso entre hermanos en nuestra diócesis, que no se podrían enumerar. Me quedo con el testimonio del equipo del Método Billings, a quienes Presencia reconoció como los Discípulos de Jesús 2018. Ellos comparten con otras parejas el gozo de amar, defender y celebrar la vida; así contribuyen a fortalecer el amor de los esposos. Instruyen a matrimonios a utilizar el método Billings, y ofrecen conferencias de sexualidad a grupos juveniles.

Los regalos son el sentido de la vida. Sin ellos no podemos vivir. Clave para la felicidad es recibir el regalo del amor divino y hacerlo circular, en el servicio, con los hermanos.

El catolicismo y la carne

El aspecto más distintivo del cristianismo sobre otras religiones es la encarnación de Dios en la raza humana. Las demás religiones se escan...