viernes, 30 de diciembre de 2022

2023: Menos pantallas, más cerebro


Somos hijos de nuestro tiempo: vivimos en una cultura que piensa poco e imita mucho. Los griegos tenían la palabra "mímesis" y los romanos la tradujeron como "imitatio". De ahí viene la palabra "imagen". Los niños aprenden por imitación la conducta de sus padres, y a veces los adolescentes, con tal de sentir que pertenecen a un grupo, reproducen sus códigos de conducta, tantas veces destructivos. Las imágenes han sido parte esencial de todas las culturas, pero en nuestros tiempos la imagen es todo.

Quienes trabajamos para medios de comunicación impresos sabemos el poder que tienen las imágenes para atraer al lector. Tan es así que si no colocamos imágenes atractivas en los periódicos, pocas personas leen los textos. "Lo que no existe como imagen –dice Agustín Laje– es casi como si no existiera".

Fijémonos en la cantidad de cámaras de teléfonos celulares que se encienden para grabar durante espectáculos, viajes, bodas, comidas con amigos, fiestas y toda clase de eventos, incluso los accidentes de tráfico. Todo momento que nos impacta tiene que quedar fotografiado o grabado. Si no se hace, es casi como si el evento no hubiera existido. Pareciera que aquel que no tiene una cuenta de Facebook o de Instagram "existe menos" que aquel está vivo en las redes sociales. La realidad va siendo cada vez más online.

Todo empezó por la fotografía, señala Laje. En ella la realidad quedaba impresa en una imagen. Luego a la imagen se le añadió movimiento con la invención del cine, y de esa manera el mundo de la imagen se hizo más penetrante. La aparición de la televisión trajo el mundo de las imágenes producidas de manera industrial. La existencia en la pantallas ha dominado cada vez más la vida. En el año 2015 el tiempo promedio de ver televisión en EEUU fue de 4 horas y 42 minutos por habitante, sin contar el tiempo dedicado a ver otras pantallas como en computadoras o teléfonos móviles (Ofcom, International Communications Market Report).

Algunos críticos han hecho interesantes reflexiones; explican que a diferencia del texto impreso, la actividad de mirar imágenes en una pantalla no produce ningún esfuerzo para razonar. El "homo sapiens" que piensa y razona, fue sustituido por el "homo videns", que reduce su realidad sólo a aquello que la imagen le presenta. Nuestra capacidad de pensar conceptualmente que se desarrolla con la lectura, se va perdiendo. Aumentamos nuestra capacidad de mirar la realidad, pero disminuimos en en nuestra capacidad de razonarla.

La misma observación hace el cardenal Robert Sarah cuando advierte a los sacerdotes del verdadero peligro de internet: puede destruir nuestro cerebro. ¿Cómo es esto? "En el sentido de que si permitimos que internet sustituya a nuestra reflexión –dice Sarah–, nuestra conciencia y nuestra responsabilidad de discernir a la luz de la Revelación, entonces nos convertimos en autómatas en manos ajenas". Todo proceso de pensamiento crítico es lento; hay que detenerse, retroceder, avanzar, a veces dar círculos. Pero la información en la tele y el internet es tan veloz –para no aburrir a nadie– que nos roba el tiempo para asimilar, discernir, enjuiciar y argumentar.

La televisión y las redes sociales nos entrenan para ser "pensadores rápidos", pero de frases prefabricadas, predigeridas, prepensadas, dice Laje. Estos medios de comunicación no fueron hechos para el pensamiento sino para el entretenimiento. No son para la razón sino para la emoción. Los seres humanos hoy actuamos impulsados más por nuestras emociones que por nuestra capacidad de reflexión. Se incita fácilmente a una turba para que incendie una iglesia, o se provoca a un grupo de extremistas para que vandalicen la ciudad a su paso.

Hay estudios que comprueban que a mayor exposición de los niños a la televisión, es menor su desarrollo de vocabulario, y menor su nivel de comprensión de lectura; y a mayor tiempo dedicado a la lectura, mayor es el florecimiento de un vocabulario más rico y variado, así como la capacidad de razonamiento. Es innegable también que en tiempos de televisión y redes sociales la lectura ha disminuido sin parar. En México, según el INEGI, sólo el 43 por ciento de la población ha sido lectora de libros en 2022 comparado con el 46 por ciento que había en 2016. Es decir, alrededor de seis personas de cada diez no leen ningún libro al año.

Las grandes compañías productoras de nuevas tecnologías de la información están interesadas en que crezca nuestra afición a ellas. Tik Tok, Instagram, Facebook, Twitter y otras redes sociales se han apoderado de gran parte de nuestro tiempo. La TV y las redes son útiles si sabemos emplearlas para cosas positivas y con un tiempo limitado de exposición, pero si nos volvemos adictos destruirán nuestra capacidad de pensamiento, nuestras relaciones interpersonales y nuestra salud.

Si eres padre o madre de familia, piensa bien la disciplina que das a tu hijo para utilizar estas nuevas tecnologías. Si no lo haces puedes estar contribuyendo a su embrutecimiento. Pidamos a Dios que nos conceda, a muchos, un magnífico propósito para el año 2023: ser menos "videns", más "sapiens" y más "orans"; es decir, menos emocionales, más racionales y espirituales; menos aficionados a las pantallas, más a los libros y al Crucifijo.

sábado, 24 de diciembre de 2022

Despertar al Niño de Belén


Cuenta la historia que Francisco de Asís quiso ver con sus propios ojos, tres años antes de su muerte, lo que ocurrió en la noche de Belén, cuando Jesús nació. En ese año 1223, el santo llamó a un amigo suyo llamado Juan –hombre de gran piedad y devoción, muy querido por Francisco–, quien vivía en el poblado de Greccio, Italia. "Deseo celebrar –le pidió a su amigo– la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno". Juan de Greccio preparó entonces en el lugar señalado lo que Francisco le indicó.

En la celebración de la Nochebuena, acudieron hermanos de la orden venidos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca llegaron también. Todos prepararon cirios y antorchas para iluminar aquella noche sublime. Llegó, por supuesto, san Francisco que, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se preparó el pesebre, se colocó el heno, el buey y el asno. Greccio se convirtió en un nuevo Belén. La noche transcurrió entre cantos de júbilo y alabanzas al Dios nacido en una cueva.

Ahí estaba Francisco, de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, hinchado de piedad y devoción, derretido su corazón de gozo inefable. Un sacerdote celebró con rito solemne la santa Misa sobre el pesebre mientras que el santo de Asís vestía sus ornamentos de diácono. Cantó el Evangelio con voz sonora y dulce. Luego predicó al pueblo asistente sobre el Rey que nació pobre, así como de la aldehuela de Belén. Predicó con rostro, manos, gestos, palabras y todo su ser. Transmitía con el cuerpo sus experiencias íntimas.

Fue entonces cuando Juan de Greccio, varón virtuoso, tuvo una admirable visión. Miró a un niño extraordinariamente hermoso recostado en el pesebre; vio que san Francisco se acercó y despertó al niño que dormía. Francisco lo tomó en sus brazos y lo sacó de su sueño. San Buenaventura afirma que dicha visión es digna de crédito, no sólo por la santidad de Juan de Greccio, sino por la veracidad de los milagros que siguieron. El heno de aquel pesebre se convirtió en medicina milagrosa para los animales enfermos y sirvió de sustancia que alejó a otras pestes. Esos eran signos por los que Dios glorificaba a su siervo Francisco y demostraba la eficacia de su oración.

Esta Navidad podemos pedir a Dios la gracia de despertar al Niño en nuestras almas. Para muchos cristianos, el Niño sigue dormido y no despierta. Muchos católicos prefieren que el Niño de Belén no despierte. Tienen miedo de que Jesús abra sus ojos y los mire. Es preferible el bullicio de la posada –donde María no fue recibida para dar a luz– al silencio de la cueva donde Jesús nace. En la posada hay gente de todas partes, creyentes y no creyentes que siguen las ideologías y modas del mundo. Ahí nadie se atreve a desentonar para no ser criticado ni rechazado. Ahí hay que hacer lo que todos hacen. La posada es más cómoda, en ella hay sólo griterío, jolgorio, pero no alegría espiritual.

Hay católicos que se avergüenzan de la pobreza de la cueva donde nace Dios. No se sienten seguros de los dogmas de la Iglesia, ni de la moral católica, ni de la verdad de los evangelios. Sienten pena y tiemblan al escuchar las leyendas negras de la Iglesia en la historia; llegan a creer que los santos y los mártires fueron personajes un poco fanáticos. Piensan que la liturgia debería modernizarse y que la Iglesia debería de cambiar algunas de sus enseñanzas, sobre todo en cuestiones de moral sexual y de la vida. ¿Se atreverían estas personas a tomar en sus brazos al Niño para que despierte y los mire?

Nuestro mundo cristiano vive una crisis de fe muy profunda. Nos hemos habituado a la comodidad de vivir en un cristianismo cultural tradicional y sin ningún compromiso con la fe. Preferimos que el Niño duerma y que no despierte. No lo queremos en los brazos. No sea que de pronto abra sus ojos y nos mire de frente, y empiece a hacernos preguntas. 

Creemos que es mejor optar por vivir las navidades y la vida cristiana en el tumulto de la posada del mundo donde no nace Cristo. Lo que ignoramos es que esta ausencia de fe terminará por llevar nuestra vida y cultura hasta su ruina y probablemente hacia su destrucción. Sin fe somos como árboles carentes de raíz que se secan poco a poco y se mueren. Sin fe que nos alumbre y nos defienda, terminaremos por permitir que Herodes llegue con sus tropas y acabe con nuestro futuro.

No muchos se atreven a dejar las comodidades y las falsas seguridades del mundo para emprender el camino hacia la cueva de Belén. Sólo los sedientos de paz y de amor emprenden el viaje para buscar al Niño, hallarlo y adorarlo junto con su Madre y san José. La verdadera Navidad es hacer lo que san Francisco hizo en aquella visión que tuvo Juan de Greccio cuando el santo confeccionó el primer belén: despertar a Jesús, dejar que Dios invada la propia vida, sacuda nuestra conciencia y se apodere de toda la existencia, transformándonos desde el interior.

Ponernos en camino hacia la cueva de Belén exige esfuerzo porque es más incómodo y hace frío; pero sólo los que emprenden esa ruta encontrarán al Mesías prometido, al Niño que nos trae la salvación, la verdadera alegría y la paz. ¡Feliz Navidad!

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Sacerdocio y silencio


En diciembre algunos sacerdotes celebramos nuestro aniversario sacerdotal. Tuve la gracia y el consuelo enorme de recibir la ordenación el 8 de diciembre de 2000, hace 22 años, bajo el amparo y cobijo de la Virgen María, la Inmaculada. Siempre que hay ordenaciones sacerdotales pongo atención a la imposición de las manos del obispo sobre la cabeza del que se ordena, y a la oración de consagración que la sigue. Por esos dos gestos litúrgicos ocurre el prodigio de la transformación de un hombre en sacerdote de Cristo. "Me postré consciente de mi nada –decía san Juan María Vianney– y me levanté sacerdote para siempre".

Durante la imposición de las manos la asamblea hace un profundo silencio invocando al Espíritu Santo para que obre el milagro que hizo Jesús en la Última Cena, cuando ordenó a sus Apóstoles, participándoles su triple misión de enseñar, santificar y pastorear al Pueblo santo de Dios. El cardenal Robert Sarah, reflexionando sobre la acción del Espíritu en el alma del sacerdote, nos enseña que son Jesucristo y Dios Padre las dos Personas trinitarias más referentes en la vida sacerdotal, sin embargo es el Espíritu Santo quien trabaja discreto, silencioso y eficaz en el alma del sacerdote.

Casi la mitad de mis años sacerdotales los he vivido sirviendo en la Catedral, en el centro histórico de la ciudad, un lugar donde he tenido que aprender a orar en medio del ruido que rodea al templo. La presencia y la predicación agresiva e irrespetuosa de los evangélicos en sus alrededores me ha permitido comparar el culto que ellos ofrecen a Dios con el que nosotros ofrecemos en los sacramentos. Por supuesto que la diferencia es abismal. Jamás habrá comparación entre la predicación, oración y alabanzas protestantes con la presencia real de Jesucristo en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y en la verdad de su enseñanza predicada con la autoridad que el Señor confirió a sus sacerdotes.

Hay una diferencia muy notoria en ambas formas de culto. Los evangélicos tienen necesidad de "sentir" la presencia de Dios en su corazón. Lutero necesitaba sentir que sus pecados habían sido perdonados, y por eso el clímax del culto protestante son grandes arrebatos de emoción y fuertes exaltaciones. Los católicos, en cambio, no tenemos necesidad de "sentir" sino de "saber", con certeza moral, de que nuestros pecados han sido perdonados y de que Dios está con nosotros, de manera objetiva y real en los sacramentos.

Hace años, un católico que frecuentaba la Eucaristía pero que a veces acudía a cultos evangélicos, me decía que él se preguntaba por qué se sentía tan fuertemente la presencia de Dios con los protestantes –con llanto, gritos y sudor– y no así en los sacramentos católicos. Le dije que buscar a Dios a través de las emociones es muy engañoso; fácilmente podemos confundir la presencia de Dios con un sentimiento y creer que sin emociones no hay encuentro con lo divino. También está el peligro de buscar a Dios sólo por el sentimentalismo que nos puede brindar y no por ser Él mismo.

Durante una parte de mi vida sacerdotal yo también creí que Dios estaba en el ímpetu del huracán, en el terremoto o en el fuego, y buscaba añadir elementos y oraciones a la celebración de la Eucaristía para, según yo, hacer atractiva la Misa. Aunque nunca fueron cosas que provocaran escándalo, sí eran cosas indebidas y pido perdón por ello. Sin embargo hoy tengo la certeza –y la inmensa alegría– de que el Espíritu Santo me ha ido educando para descubrir a Dios más intensamente en esa suave brisa silenciosa, como el Elías lo encontró en el Horeb. ¡Cómo quisiera que todos los católicos encontráramos a Dios en el silencio y en el recogimiento durante la Eucaristía!

Recuerdo que en 1994, durante mi búsqueda de Dios antes de ser seminarista, participé en aquel retiro llamado "Experiencia de Dios" del padre Ignacio Larrañaga (+). Fueron cinco días de silencio que me parecieron insoportables, no a causa de las bellas predicaciones del padre Ignacio –un hombre de Dios–, tan ricas en enseñanza y contenido, sino porque, viniendo yo de trabajar en el ambiente locuaz de una estación de radio, sumergirme en el silencio me parecía sumamente pesado y fastidioso. Hoy agradezco a Dios por aquel primer contacto con el silencio divino, y pido que me sumerja más en el misterio de su silencio. El cardenal Sarah me ha enseñado que la auténtica espiritualidad es permanecer ante Dios en silencio, porque es en el silencio donde Él actúa.

Los sacerdotes debemos pedir al Espíritu de Dios que nos eduque en el silencio para, al mismo tiempo, educar al pueblo cristiano en el amor al silencio, especialmente durante la Eucaristía. Los momentos de silencio en la celebración hemos de respetarlos para que todos tengamos esa participación activa y fructuosa que pide el Concilio Vaticano II, y que no solamente se reduce a cantar, a tomar ciertas posturas corporales y a responder a las oraciones, sino sobre todo a orar.

El Señor puede acompañar con emociones los momentos del culto católico. Pero no busquemos esas emociones. Si aprendemos a guardar más momentos de silencio, el Espíritu Santo nos trasmitirá mociones, que no es lo mismo que emociones. Las mociones son movimientos internos del alma por los que nos sentimos atraídos espiritualmente hacia la Verdad, el Bien y la Belleza. Es decir, las mociones del Espíritu nos llevan a la conversión a Dios. Esas mociones, además, fomentarán en nosotros los sacerdotes el celo por la salvación de las almas y por nuestra propia santificación.

martes, 13 de diciembre de 2022

Casita sagrada amenazada


Celebramos a Santa María de Guadalupe, patrona de América, de México y de nuestra ciudad. La historia nos enseña que las apariciones de la Virgen María, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, transformaron aquel choque entre dos culturas tan diversas e irreconciliables en una nación mestiza. La labor hecha por los frailes franciscanos, dominicos y agustinos fue fundamental para la evangelización, pero el evento de gracia que hizo florecer una nueva civilización fue el acontecimiento guadalupano.

El propósito que hizo bajar del cielo a Mesoamérica a la Madre del verdadero Dios por quien se vive fue pedir que se le levantara su "casita sagrada" para mostrar a Cristo a los habitantes de esta tierra. Vino para reunir y llevar a todos los pueblos a Dios por medio de su amorosa intercesión. Construir un templo, una iglesia –casita sagrada– era construir una nueva civilización.

Un templo, para los indígenas, superaba un mero hecho religioso. La religión era tan importante para la cultura indígena que levantar un templo representaba colocar los cimientos de una sociedad. Así como la construcción del Templo de Jerusalén marcó la identidad judía y fue el símbolo de su cultura, así los aztecas construyeron su templo en los años inmediatos a su migración al Valle de México como signo de su civilización.

La encomienda de la Virgen a san Juan Diego de pedir la construcción del templo era el deseo de edificar una nueva civilización cuyo fundamento sería Jesucristo. Ella pidió construir una misma familia con raíces cristianas católicas. Han pasado casi cinco siglos y, además de su templo en el Tepeyac, se han edificado miles de templos en México con la imagen de la Virgen de Guadalupe, nuestra santa patrona.

Pero, ¿qué vemos ahora? ¿Qué fue de la "casita sagrada" que ella pidió y que con tanto esfuerzo hemos levantado durante años? La primera casita sagrada fue ella misma, que con su "hágase en mí según tu Palabra" hizo posible que el Verbo de Dios se hiciera hombre en su seno y así habitara entre nosotros. Sin embargo las leyes que hoy permiten el aborto en la capital y en varios estados de la república han profanado y violentado esa casa sagrada donde la vida debe ser acogida y custodiada.

La casa sagrada está siendo corrompida con iniciativas de ley que quitan la patria potestad a los padres de familia para entregarla al Estado mexicano. De ser aprobada por los legisladores la ley de "igualdad sustantiva", las menores de edad podrán abortar sin el consentimiento de sus padres, los hijos podrán ejercer sus derechos sexuales y su derecho al libre desarrollo de su personalidad. En los hogares mermará la disciplina y los padres que se opongan podrían ir a la cárcel.

Si continúan avanzando las leyes para legalizar la mariguana; si se aprueban leyes de eutanasia para que los hijos puedan matar a sus padres; si avanzan leyes para desnaturalizar el matrimonio, la familia y hasta la identidad personal; entonces lo que nos queda de casita sagrada se nos convertirá en un lugar repugnante donde reinará el desorden y el caos, y donde habitarán toda clase de alimañas y aves de rapiña. El proyecto masónico y globalista es el viento que amenaza la casa.

Nuestra Señora de Guadalupe quiere construir nuestras casas y familias afianzadas en Cristo, la única roca en que ninguna casa se derrumba. Seamos embajadores, Juan Diegos comprometidos a custodiar la casa que con tanto esfuerzo se ha construido en México a la luz de la evangelización de millones de hogares católicos a lo largo de los siglos, y que ahora amenaza ruina por la violencia, el narcotráfico y leyes cada vez más permisivas, inhumanas y extrañas a nuestra cultura mexicana. El Señor nos construya la casa, y su Madre vele por nosotros, sus hijos.

México, la viña y las elecciones

El próximo 2 de junio habrá una gran poda en México. Son las elecciones para elegir al presidente de la república, a los diputados y senador...