jueves, 26 de diciembre de 2019

Veo los cielos abiertos (homilía en el funeral de mi abuelo Pablo Cuarón)

Misa exequial concelebrada (Padres Eduardo Hayen, Alberto Castillo,
Oscar González, Salvador Magallanes y Juan Manuel Orona)
Ayer día de Navidad nuestra familia tuvo grandes contrastes. Celebramos la Nochebuena con cena y fiesta, dimos gracias a Dios por la unidad de nuestra familia y por tantas bendiciones derramadas. Hicimos una bella meditación sobre la importancia de Jesús como parteaguas de nuestra historia y de nuestras almas. Pocas horas después nos enterábamos de la muerte de nuestro abuelo que se despedía de este mundo para entrar en la eternidad.

Qué inmenso contraste. Celebrábamos en la noche de Navidad un nacimiento, y la mañana de Navidad estuvo marcada por la muerte de mi abuelo. Cánticos al niño Dios y después la Coronilla de la Misericordia por un difunto. Así de contrastante es la liturgia que hoy celebramos de san Esteban, primero de los mártires. Ayer la Iglesia proclamaba la paz y el amor con cánticos de ángeles del cielo; hoy parece que se proclama la persecución y la muerte en la tierra.

No obstante la muerte y la tristeza en nuestros corazones por la muerte de nuestro abuelo don Pablo, mi familia tiene la paz de la Navidad. Esta paz de Navidad no es la ausencia de problemas y acontecimientos difíciles, sino es la fuerza que emana del pesebre de Belén para superar el poder tiránico que la muerte y las batallas de la vida quieren tener sobre nosotros. La paz de la Navidad está en esta despedida de nuestro abuelo, así como también la paz de Esteban estaba en medio de los insultos y las piedras. Es el amor de Jesucristo el que vence en nosotros toda amenaza. Es su amor que trajo la Navidad y es su amor el que hizo que mi abuelo naciera ayer para la vida eterna.

En Navidad estamos celebrando que Jesús abrió los cielos para nosotros. En Adviento escuchábamos al profeta Isaías que decía: “Ojalá rasgaras el cielo y bajaras” (Is 64,1). Navidad es la gran respuesta a esta oración. Jesús que rasgó los cielos y bajó, es el mismo que subió, dice san Pablo (Ef 4,10). De modo que los cielos abiertos por su amor para que él bajara, quedaron abiertos por su amor para que nosotros subiéramos. Esteban fue, en cierto modo, el primero en subir.

Pablo Cuarón a caballo en la que fue su Granja Las Abejas,
donde pasé mucho tiempo de mi infancia.
Pienso que la vida de mi abuelo don Pablo, estuvo marcada por cielos abiertos. El nunca se cansó de contarnos a sus hijos y nietos la historia de Mr. Hore, un norteamericano que, habiendo creído en él, le dio la oportunidad de comprarle su negocio y de irlo pagando poco a poco. Ese hombre, de alguna manera abrió los cielos para mi abuelo y él, a base de trabajo duro y de responsabilidad perseverante, logró abrirse paso en la vida.

De esa manera mi abuelo descubrió que el sentido de la vida era abrir cielos para otras personas. Con ahorro y trabajo honesto pudo abrir cielos dando empleo a muchos trabajadores y personas que, quizá por vivir en ambientes sin muchas oportunidades, tenían cerrados sus horizontes. Mi abuelo fue una persona que se quitaba el pan de la boca para que los trabajadores comieran primero.

Lo importante en su vida no era acumular lujos y bienes materiales, como si eso fuera el cielo en la tierra –y sabemos que no lo es–. Su vida sobria y disciplinada nos mostró que la vida se convierte en fuente de paz y alegría cuando vivimos con orden y sabemos hacer de ella un don para los demás, es decir, abrir cielos para nuestros hermanos. Lo importante para él era abrir oportunidades de progreso para otras personas, para sus hijos, nietos, parientes y amigos.

Mi abuelo no era como san Esteban, que fue diácono y que tuvo instrucción religiosa. Esteban veía los cielos abiertos y en ellos al Hijo de Dios. Mi abuelo no tuvo mucha instrucción religiosa, pero fue un hombre de fe que amó al Señor y que, sobre todo, dio testimonio de él viviendo la caridad cristiana en la vida cotidiana. Acompañaba a su mamá, a esta misma parroquia del Sagrado Corazón, allá por los años 20, a limpiar el templo. Fueron sus primeras lecciones de servicio a la comunidad, servicio que años después se manifestó en el compromiso para apoyar a diversas instituciones sociales y educativas. Los últimos años de su vida, sobre todo cuando mi abuela vivía, estuvieron marcados por la oración y la recepción de la sagrada Comunión. A su manera mi abuelo veía cielos abiertos y abría cielos para otros.

Don Pablo se distinguió siempre por su caballerosidad;
era un auténtico gentleman
En este día de Navidad resplandece Jesús, la Virgen María que lo presenta al mundo y detrás de ellos, la figura humilde y discreta de san José, el padre virginal de Jesús. Su figura ilumina la despedida de mi abuelo. Pienso en san José y me parece que algunas de sus virtudes las reprodujo don Pablo. Como varón, san José fue hombre de familia y de trabajo; recibió la misión de cuidar, custodiar, proteger, acompañar, defender los dones de Dios. Mi abuelo fue hombre prudente, protector de su hogar. Aprendimos de él que la verdadera hombría es dar su vida por los demás y proteger. Lo conocimos protegiendo a su familia, a sus animales de la granja, a sus nogales, a los trabajadores de su empresa, a los colegios y a su ciudad.

Jesús en el Evangelio nos invita a perseverar hasta el final. Navidad es el comienzo de una vida y las palabras de Jesús nos invitan a mirar hacia el final. De poco sirve celebrar la Navidad si no acogemos a Jesús y lo dejamos crecer en nosotros. San Esteban recibió a Cristo y lo dejó crecer en él. Así también lo hicieron muchos hombres que hoy nos dejan grandes lecciones de vida. Celebremos al Niño de Belén y alimentémonos de su carne en la Eucaristía. Que contemplemos los cielos abiertos y pasemos por la vida abriendo cielos para los demás a fin de que vayamos alcanzando la estatura espiritual a la que el Señor nos llama.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Navidad en el corazón del narco

Cuando lo vi, su aspecto físico me estremeció. Su cabeza estaba totalmente rapada y no había parte alguna de su cuerpo que no tuviera un tatuaje, desde la punta de la cabeza hasta la punta del pie, con piercings en oídos, boca, lengua, narices y cejas. Por la mirada de ese hombre, musculoso y de voz grave, intuí detrás de él una vida muy complicada y un profundo sufrimiento. En años pasados había trabajado para un narcotraficante muy poderoso, hoy ya muerto. Quería que alguien lo escuchara.

Su infancia había sido muy difícil. Nacido en una familia disfuncional en la que hubo mucha violencia, sus padres raramente cuidaron de él por estar trabajando en la maquiladora. Así desde niño conoció la calle hasta sus rincones más oscuros. Llegó a dormir en tambos de basura y una noche casi se lo llevó el camión de limpia de la ciudad, en plena avenida Juárez, muy cerca del puente internacional entre México y Estados Unidos. Era el candidato perfecto para ser reclutado por la mafia. Ya metido en el bajo mundo, inició su colección de secuestros y asesinatos. Algunas veces sus enemigos a él lo secuestraron, lo envolvieron en plástico y le pusieron cinta adhesiva para balearlo y así evitar llenar de sangre toda la habitación. En todas esas ocasiones, inexplicablemente, se había salvado de la muerte. Su vida sentimental también era anárquica, pues había conocido a múltiples parejas con las que procreó diversos hijos.

Dos cosas me conmovieron después de escucharlo. Lo primero era su falta de sensibilidad por los asesinatos cometidos. En todos sus años de trabajar para el hampa nunca sintió remordimiento alguno por jalar el gatillo. Había crecido sin brújula moral y los golpes de la vida le habían endurecido el corazón. Solamente en las últimas semanas comenzaba a despertarse en su alma eso que se llama "conciencia". Lo otro que me conmovió fueron un par de preguntas que me lanzó: "Padre, ¿cree usted que yo pueda llegar a ser una persona buena?, ¿cree que Dios me pueda perdonar y aceptar?" No pude evitar darle un fuerte abrazo con lágrimas en mis ojos. Era el divino pastor que había recorrido montes y collados para buscar a su oveja perdida, y ahora estaba hablándole al corazón.

En el alma de ese hombre había Adviento. Si el Señor, en varias ocasiones, lo había librado de la muerte, era por una misteriosa razón. Cristo se le estaba revelando como su Salvador: "Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados". Traicionado por sus padres, por las mujeres que había tenido y por gente de la mafia, aquel hombre lleno de tatuajes había puesto en su alma muchas rejas de desconfianza. Sin embargo Jesús ahora se detenía frente a esas rejas y sus miradas empezaban a cruzarse. El hombre se encontraba con Alguien que no venía a juzgarlo, ni a humillarlo ni a traicionarlo, sino que lo invitaba a abrir los candados para ofrecerle su salvación.

La mirada de ese Niño, desde el pesebre de Belén, se cruzaba con la de ese hombre fornido y tapizado de tatuajes. Su voz le decía: "quiero verte, quiero oírte, me interesas". Quizá se ruborizaría de que Jesús le hablara así. Al escuchar la voz de Dios que le susurraba "Quiero verte a ti, quiero oírte", en ese momento él recordaría sus verrugas, sus tatuajes y los piercings que llevaba, sobre todo la historia de pecado que cargaba su alma.

¡Qué Navidad la de ese hombre! No nos quepa duda alguna: le gustamos a Dios. Él nos echa de menos cuando estamos lejos de la Iglesia; echa de menos nuestra voz cuando no hacemos oración. Solamente cuando nosotros echamos de menos a Dios y cuando él nos gusta, podemos celebrar la Navidad. Porque solamente hay fiesta en aquel que necesita ser salvado. 

lunes, 9 de diciembre de 2019

La muerte del padre Celso

Cuando en 2009 me enteré de que habían cambiado de parroquia al padre Celso y que yo era el designado por el obispo Renato para ocupar su lugar en la Divina Providencia, supe que esos cambios no serían fáciles para nadie. Llegué a la comunidad parroquial de Gregorio M. Solís y Carlos Villarreal donde el padre Celso había servido por 26 años. La parroquia era una comunidad muy hecha al estilo del sacerdote que se iba, con grupos muy consolidados y con gran amor a su párroco.

Cinco lustros de servicio y entrega pastoral, aderezados por un gran sentido del humor, habían hecho del padre Celso un verdadero padre espiritual y amigo de un sinnúmero de personas de todas las clases sociales. Muchos de los que fueron bautizados por él, también recibieron de sus manos la Primera Comunión y la celebración de su matrimonio. Por eso quienes lo conocieron se sintieron conmocionados cuando supieron la noticia de que, el 5 de diciembre, había muerto.

Al cementerio Jardines Eternos llegaron los mariachis de Pepe Coronel. Trasladamos el ataúd con los restos del padre Celso con "El son de la negra" como fondo. Después de las oraciones póstumas del obispo se escuchó la voz de Walterio Magdaleno que interpretaba "Dios nunca muere" y "Cruz de olvido". Luego los mariachis cantaron "El Quelite", canción que el padre Celso cantó muchas veces en fiestas y tertulias. Mientras el féretro desaparecía en su descenso a la tierra, recordé que al padre le gustó, durante mucho tiempo, acompañar a sus feligreses en los momentos de diversión y esparcimiento que siguieron a la celebración de bodas y bautizos.

En el cementerio fue abierto el ataúd para que los familiares lo vieran por última vez. Su cuerpo se fue impecable, vestido con sus mejores hábitos sacerdotales. Tenía que ser así. Las comunidades parroquiales donde el padre Celso sirvió conocieron su amor por la belleza de la liturgia. A los templos de la Divina Providencia y del Sagrado Corazón –sus dos últimas parroquias– les imprimió su gusto sobrio, elegante y exquisito con objetos sagrados de la máxima calidad. La delicadeza, la limpieza de los templos y el cuidado que tuvo hacia los ornamentos, imágenes y vasos santos, hablaron de su gran amor y respeto a lo sagrado.

Los primeros meses de mi sacerdocio, en el año 2001, fui su vicario parroquial, aunque por muy breve tiempo. Recuerdo que el padre Celso me reprendía un poco al ver que, mientras él escuchaba a diez penitentes que confesaban sus pecados, yo atendía a uno. Desde luego que yo era novato en eso de escuchar confesiones y las confundía con una prolongada dirección espiritual. Por eso el padre se molestaba un poco conmigo. Durante todo ese tiempo pude ver la gran capacidad de escucha que tenía, así como la enorme cantidad de personas que lo buscaban para ser atendidos, dentro y fuera del confesionario. Su buen humor y sus bromas, que no escondía en el sacramento, relajaba a los penitentes y les daba confianza.

Quienes conocimos al padre Celso en ambientes de convivencia –especialmente los padres Alfredo Abdo y José Ríos, quienes fueron sus grandes amigos sacerdotes– nos dimos cuenta también de su carácter fuerte y de su franqueza para decir las cosas. No siempre las conversaciones con él eran dulces y serenas. A veces tomaban la impetuosidad del rápido de un río, sobre todo cuando se tocaban ciertos temas de Iglesia a los que el padre era especialmente sensible; pero siempre en el fondo se podía percibir su gran amor por la diócesis y por los sacerdotes. A muchos de ellos ayudó discretamente en horas de necesidad.

Murió el padre Celso Flores, un sacerdote que fue verdadero padre y pastor de comunidades. Muchos vamos a extrañar al que fue un icono de la Iglesia diocesana. Me impresionó el llanto incontrolable de uno de sus monaguillos, en el cementerio; y es que el padre lograba hacer comunión con todos: niños, jóvenes, adultos y personas mayores. Su memoria quedará viva por muchos años y su generosa entrega como párroco será testimonio de Jesús, el buen pastor, para quienes nos quedamos, peregrinos todavía, en el servicio a la Iglesia de Dios.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

María de Guadalupe en un país dividido

Los franciscanos que llegaron al continente en 1524 tenían la santa idea de convertir al cristianismo a todo habitante de esta tierra que cruzara en su camino. Encontraron pueblos indígenas, en guerra unos contra otros, plagados de cultos idolátricos y practicantes de comer carne humana. Hoy nuestra tierra americana y, concretamente México, vive profundas divisiones. La violencia está más viva que nunca, en las familias, en la calle y hasta en el vientre de las madres. Nos comemos unos a otros. Se extiende la idolatría y pululan los cultos esotéricos. No sólo eso. La sociedad mexicana se divide en fuerzas políticas que parecen irreconciliables, con el aliento de la presidencia de la república.

Al llegar los frailes hijos de san Francisco a tierra americana para la predicación del Evangelio, el panorama del idioma era desalentador. Había no menos de 150 familias lingüísticas que se dividían entre 400 y 2000 idiomas y dialectos diferentes. Por mucho que los franciscanos aprendieran a hablar aquellas lenguas, proponer el Evangelio a los indígenas traumatizados y deprimidos por la Conquista, y en un contexto cultural totalmente ajeno a su visión del mundo, era una labor casi imposible y con muy poca esperanza. La mayoría india prefería morir con sus dioses antes que convertirse a Jesucristo.

Hoy en México muchas personas ya no hablan el lenguaje de la Iglesia. Conquistados por las ideologías de izquierda y de derecha, por la ideología de género, el feminismo radical, el dinero del liberalismo o la igualdad del socialismo, así como el ateísmo, muchos se han construido una visión del mundo, del hombre y de Dios incompatible con el cristianismo. La mayoría de los mexicanos caminan como ovejas sin pastor. México ha dejado de ser un país de mayoría católica, aunque las estadísticas lo digan. Y mientras que el papa nos propone ser una Iglesia en salida, muchos no quieren salir ni arriesgarse, y prefieren refugiarse en sus parroquias para vivir ahí su vida cristiana. La Iglesia parece no entender las nuevas dinámicas del mundo, y el mundo no entiende el lenguaje de la Iglesia.

Las apariciones de la Virgen de Guadalupe en 1531 trajeron la reconciliación y la paz, así como la gran alegría espiritual para el pueblo mexicano. El hecho logró que miles de indios salieran de su abatimiento. La presencia milagrosa de la Madre de Dios, cuya imagen quedó impresa en el ayate de san Juan Diego, provocó un prodigio aún mayor: el entendimiento entre las dos culturas, la apertura del diálogo para tomar lo mejor de los españoles y lo mejor de los indígenas, y hacer que éstos recuperaran su dignidad.

Hoy suplicamos a la Virgen que interceda por los mexicanos para que, mirándola a Ella, abramos el corazón a su mensaje de amor. Dejándonos tocar por la gracia divina podremos redescubrir a Jesús –centro del mensaje guadalupano– que viene a salvar a nuestra Patria y a hacernos posible la convivencia pacífica como hermanos. Sólo así podremos comprendernos y dialogar, en la esperanza de caminar juntos hacia un futuro de verdadero progreso y paz.

México, la viña y las elecciones

El próximo 2 de junio habrá una gran poda en México. Son las elecciones para elegir al presidente de la república, a los diputados y senador...