viernes, 14 de agosto de 2015

Misterio del cosmos

Carl Sagan fue un famoso astrónomo, escritor y divulgador científico estadounidense. En 1980 produjo una serie de programas de televisión llamada ‘Cosmos, un viaje personal’, en los que ilustraba al gran público sobre los descubrimientos del universo. Sagan también fue pionero en la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Contribuyó con el proyecto de las sondas espaciales Voyager I y II, lanzadas en 1977, portadoras de fotografías, saludos en diversos idiomas, sonidos de la Tierra y música, para que ‘alguien’ de otra civilización extraterrestre pueda encontrarlas.

Mientras que las sondas siguen su viaje interestelar fuera del sistema solar, hasta hoy el proyecto de búsqueda de inteligencia extraterrestre no ha tenido ninguna señal de respuesta. Todo indica que estamos solos en la inmensidad del cosmos.

Sagan se declaraba agnóstico. Decía: “La idea de que Dios es un hombre blanco de grandes dimensiones y de larga barba blanca, sentado en el cielo y que lleva la cuenta de la muerte de cada gorrión es ridícula. Pero si por Dios uno entiende el conjunto de leyes físicas que gobiernan el universo, entonces está claro que dicho Dios existe. Este Dios es emocionalmente insatisfactorio... no tiene mucho sentido rezarle a la ley de la gravedad”.

Pienso que, efectivamente, no tiene sentido rezarle a las leyes físicas, que son simples criaturas. En cambio sí tiene sentido rezar al Autor de esas leyes. Sagan, tan acostumbrado a observar y a tomarle medidas al universo, olvidó que Dios no es medible, ni tampoco lo podemos observar. Si con sus afirmaciones creyó demostrar la inexistencia de Dios, se equivocó. “Para demostrar que Dios no existe –señala Aguiló– sería preciso que la ciencia descubriera un primer elemento que no tuviera causa, que existiera por él mismo, y cuya presencia explicara todo lo demás sin dejar nada fuera. Y si lo pudiera descubrir –que no podrá, porque está fuera de su ámbito de conocimiento–, sería precisamente eso que nosotros llamamos Dios”.

¡Oh, qué pobreza la nuestra cuando creemos que la ciencia tiene la última explicación de la realidad! ¿Cómo pesar o medir el amor, la bondad, la justicia, la paz, la belleza, la verdad, la libertad, la virtud? El Santo Padre Francisco, explica la existencia del universo, no con leyes astrofísicas, sino con una sabiduría que viene de lo Alto: “El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado: « Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras, no lo habrías creado » (Sb 11,24). Entonces, cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. Hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de existencia, él lo rodea con su cariño” (Laudato si, 77).

¿Por qué algunos no pueden descubrir la presencia del Dios Amor en la contemplación del cosmos y de toda la creación? Cuando la mirada es pura es fácil descubrir el poder, la sabiduría y el amor del Creador. La huella divina se puede percibir hasta en el reflejo de una gota de rocío traspasada por un rayo de sol que se refracta en mil colores. Las miradas limpias de las almas humildes descubren fácilmente los ecos de la belleza celestial. Únicamente los corazones endurecidos por la soberbia o la impureza se niegan a la adoración y la alabanza al Creador.

Algunos científicos se preocupan por descubrir señales de vida inteligente fuera de la tierra, y es legítimo hacerlo. Nosotros los cristianos hemos de preocuparnos, más bien, por dejar vivir al Autor del universo dentro de nosotros. El misterio del cosmos puede ser encantador, pero más fascinante es la inmensidad de luz que envuelve el alma humana. Nunca podríamos descubrir las huellas de Dios en la creación si primero Dios no habitara dentro de nosotros. Nuestro cuerpo es parte física de la inmensidad de todo lo creado y se disolverá con el tiempo; en cambio el alma humana es un rayo de luz que emana de la sustancia divina, que no envejece y que no será atrapada por la muerte.

¿Hacia dónde va el cosmos? Depende de nosotros. Francisco, papa, enseña que con nuestra libertad podemos conducirlo hacia una evolución positiva, desplegarlo, hacerlo crecer en amor y salvación, aunque también podemos agregarle males y nuevas causas de sufrimiento que lo encaminen a su destrucción. Decida usted.

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