sábado, 1 de noviembre de 2014

El verbo morir

Con el correr de los años nuestra relación con la muerte se va transformando. Recuerdo cuando era niño, la idea de morir me aterraba. Imaginar la muerte de alguno de mis padres llenaba mi alma de angustia. Viene a mi mente la primera vez que miré un cadáver. Había muerto un tío con el que tuve cierta convivencia. Verlo de pronto encerrado en un frío ataúd, con el rostro rígido y un poco desfigurado, me produjo asombro y horror. ¿Por qué tenemos qué morir?, me pregunté muchas veces.

Luego fueron partiendo los abuelos de mis amigos. Hoy quienes se marchan son los padres de mis amigos, y no pasarán muchos años para seamos mis amigos y yo los que tengamos que dejar este mundo y atender, puntuales, nuestra cita con el Señor. Como sacerdote he acompañado a muchas personas en el momento supremo de entregar el alma a Aquel que la creó. He visto, de cerca, el verbo morir. No me impresiona tanto la muerte como la manera en que se muere, porque he visto a algunos partir en dulce paz con una oración en los labios, y a otros cruzar por la misteriosa puerta con huellas de desesperación.

¿Cómo será mi muerte? ¿Cuándo llegará la caída del telón? Quizá llegará de manera natural, como a los ancianos. Esto es mucha gracia porque se puede preparar el viaje. Los órganos se van cansando, los sentidos van perdiendo agudeza. La vista se va enturbiando y se oscurece, el oído se cierra a los sonidos. Tacto y olfato van perdiendo finura. La memoria y la inteligencia se ofuscan poco a poco. Los músculos se atrofian mientras la piel se apergamina y el rostro va perdiendo su expresión. Las relaciones con los demás se limitan y así todo anuncia la tercera llamada, tercera.

Gracia bendita es haber visto la luz y asomarse a tanta maravilla que hay por todas partes. Muchos nunca llegan a contemplarlas. Recuerdo aquella mañana en que acompañé en el hospital a una mujer cuyo bebé murió antes de nacer. Llevaron el ataúd con el feto de nueve meses y aquella madre lo abrazaba llamándolo ‘mi pequeñito’, ‘mi chiquito’, y se despedía de él en medio del llanto. Como él, millones de seres humanos mueren sin haber visto jamás la luz. ¡Misterio insondable de los secretos de Dios que nunca entenderemos y que no nos corresponde escrutar!

Nada me estremece tanto como una muerte violenta. Un hecho inesperado que bruscamente arrebata la vida. Rayos que carbonizan, bañistas engullidos por las aguas, choques en coches, avionazos y trenes descarrilados, explosiones que matan a decenas o ejecuciones a balazos. O también la muerte repentina que, a diferencia de la violenta que es causada por un agente externo, ocurre inesperadamente por un factor interno de la persona que produce la muerte instantánea cuando menos se le espera. Un infarto, un derrame cerebral, un coma diabético, nos pueden arrancar de este mundo en el momento menos esperado.

Pasan los años y reconozco que la muerte ha perdido su aspecto siniestro; ahora es amiga y compañera. Más que aguafiestas es maestra de la vida. De ella emana la luz más grande de verdad sobre el significado de la existencia. Tener que morir nos hace humildes, nos marca un tiempo, una misión. Sólo a la luz de la muerte comprendemos que amar es el único verbo que debemos conjugar. Los demás verbos no tienen importancia. Y amar, sobre todo, a Aquel que viene después. Martín Descalzo lo expresó poéticamente:

“Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura”.

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