sábado, 29 de noviembre de 2014

Oh ven, Emmanuel

José Antonio, un niño mexicano de 11 años, se recupera en Albuquerque después de una operación para extraerle un gigantesco tumor del tamaño de una sandía. Como él, millones de seres humanos sufren por los traumas que afligen sus cuerpos, con repercusiones en toda su existencia. Los científicos se esfuerzan por hallar la cura del cáncer, la diabetes o mitigar los dolores que agreden nuestros cuerpos, pero jamás podrán crear para todos una vida que sea inmune.

Nuestro paso por la tierra está también atormentado por dolores sociales. ¿Qué familia, ambiente de trabajo, escuela o parroquia están completamente libres de litigios, frialdades, celos, egoísmos, individualismos, traiciones, sospechas, ingratitudes, groserías y otros males por el estilo? Amores traicionados y divorcios son causa de profundas angustias. O bien, de pronto llega la muerte llevándose aquel amor que se había convertido en un sol para nuestros días.

El abajamiento moral de la sociedad es fuente de preocupaciones y aflicciones. Los hechos ocurridos en el estado de Guerrero con el narcotráfico infiltrado en el gobierno, fosas clandestinas que aparecen en todas partes; la rabia y la confusión que todo ello ha generado; los mega sueldos y bonos navideños de diputados y senadores mientras que el pueblo pobre pasa hambre. La perturbación sacude el corazón del presidente de la república y de muchos mexicanos que ven incierto el futuro del país.

En tantas almas hay carencia de auténtica paz interior. Sumidas en la depresión, en la culpa, se agitan con amargura entre remordimientos de conciencia; corazones alienados de Dios con un sentido de vergüenza y de maldición que pesa sobre ellos. Otros se han visto envueltos en males morales que los hicieron prisioneros sin que ellos apenas se dieran cuenta. Vista desde esta perspectiva de sufrimiento y dolor, con razón decía Albert Camus que “El hombre está obligado a vivir el absurdo de su existencia”.

Está, en fin, aquel que el hombre considera el supremo de los males, la muerte. Este es el momento más dramático. De cara a la muerte el enigma de la condición humana se vuelve supremo. No sólo se aflige el hombre con el pensamiento al acercarse el dolor y la disolución del cuerpo, sino también, y más todavía, por el temor de que todo termine para siempre. Todos los intentos de la técnica, por más útiles que sean, no logran calmar las ansias del hombre de satisfacer aquel deseo de vida ulterior que está dentro de su corazón. ¿Puede el hombre por sí mismo y con sus solas fuerzas, superar esta condición suya de miseria y curar radicalmente sus males? No puede, absolutamente.

 
“Oh ven, oh ven, Rey Emanuel –dice un himno medieval de Adviento–, rescata ya a Israel, que llora en su desolación y espera su liberación. Vendrá, vendrá, Rey Emanuel, Alégrate, oh Israel”. Solamente Dios puede ayudar a la humanidad a salir de su abismo. No basta una vaga fe que crea en la existencia de Dios, en ese Dios infinitamente distante de nuestra vida cotidiana. Sólo porque Él nos lo ha revelado, estamos convencidos del hecho enorme e inimaginable que Dios se hizo hombre para socorrer al hombre, hasta el grado de transformarlo en Dios.

Adviento es el tiempo para abrir este puente entre dos mundos infinitamente distantes, el mundo de Dios y el mundo de los hombres. Es el tiempo para tomar conciencia de esa familiaridad inaudita que nos pone en relación con el Dios hecho hombre.

Dios no viene a abolir nuestros dolores físicos, los males sociales o espirituales de esta peregrinación terrena. Pero sí viene a hacer que esos males que nos afligen no sean para nosotros absurdo y desesperación. De hecho, Dios viene a transformar nuestros sufrimientos en un valor precioso para adquirir los bienes incomparables que Dios nos ofrece.

Adviento viene para hacernos sentir, en la fe, que somos arcilla que se quiere entregar en las manos de un gran artista para convertirse en obra de arte. El hombre hecho de barro, solamente poniéndose en las manos de Dios se convierte en su imagen viviente.

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