viernes, 1 de mayo de 2015

Último adiós a una gran guerrera

Ayer despedimos en la iglesia a Ana Luisa Escobar Andrade, niña de tres años que había estado un año en el hospital por tratamiento de leucemia. Ana Luisa era una niña con síndrome down y hasta el último momento de su vida luchó por su vida.

No me cabe la menor duda de que sus padres, Luis y Gaby, fueron elegidos por Dios para ser los custodios de una niña inmensamente amada por Dios.

Ana Luisa, con limitaciones y sufrimientos, nos obliga a interrogarnos con respeto y sabiduría sobre el misterio del hombre. Sus padres no escatimaron esfuerzos por salvar a la niña porque en esas limitaciones de su hija descubrieron la dignidad y la grandeza del ser humano. Sabían que Ana Luisa fue creada por Dios para llegar a ser hija suya en su Hijo Jesucristo.

Solamente un matrimonio, una familia que abre su corazón a asistir a una persona más débil y necesitada, ayudándola a participar, lo más posible, en la vida de la sociedad para que desarrolle sus potencialidades físicas, psíquicas y espirituales, es una familia digna del hombre, y así se hace también digna de Dios. Cuando Ana Luisa llegó al mundo, toda su familia se puso atenta y amorosamente a la escucha de la vida de la niña para ayudarla a responder a sus necesidades y rodearla de amor y cariño.

Luego llegó la leucemia y con ella, el viernes santo. La vida pasa por pruebas muy duras. El problema del dolor nos acosa y nos pone a prueba, como sucedió con Job. El varón justo del Antiguo Testamento expresó el gemido del hombre que sufre en todos los tiempos. Job tuvo que atravesar un túnel de una densa oscuridad, pero al final del túnel encontró a Dios y se inclinó en adoración ante el misterio.

Nosotros hemos encontrado a Jesús de Nazaret. Él anunció: "los ciegos ven, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva. Estas palabras nos dan la certeza de que Dios ve a Ana Luisa, y a cada uno de nosotros, como un don precioso salido de sus manos. Su vida estuvo siempre custodiada en las manos del Padre.

Únicamente cuando reconocemos la enfermedad o el pecado podemos encontrar a Dios, porque Jesús dijo: "No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos". En cambio, aquellos que pretenden asegurar su vida por los bienes materiales, se engañan. La vida se les escapa y pronto irán a la presencia de Dios sin haber captado el sentido más profundo de la vida. Recuerdo las palabras de José Luis Martín Descalzo: "Una vida que no ha sido visitada por el dolor es como una catedral sin bendecir".

Sólo el Dios hecho hombre ilumina el misterio de Ana Luisa. El Verbo se hizo hombre y cuando nació, fue acogido por María y José. Hubo quienes querían eliminarlo, como Herodes que no quería que el niño viviera. Y otros más que fueron indiferentes ante el nacimiento del niño, pues para ellos no hubo lugar en la posada. Sin embargo la gloria de Dios resplandeció en Belén y después en el hogar de Nazaret, porque esa vida que nació fue la salvación para toda la humanidad.

Así también en los padres de Ana Luisa hemos visto resplandecer la gloria de Dios. Desde el nacimiento de su hija y hasta su muerte, ellos la recibieron como un regalo del Padre, y no escatimaron esfuerzos y sacrificios para sacarla adelante. En el hogar de Luis y Gaby, hoy marcado por el signo de la Cruz por despedir a su hija, resplandece la gloria del Señor, la gloria del amor.

¡Qué misterio somos los seres humanos! ¡Qué grandes debemos ser para que Dios se haya metido en nuestra aventura humana a vivir la pobreza y la precariedad. Fue en la Cruz donde se entregó a sí mismo y en esa entrega reveló toda la grandeza de su vida. "En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu". Así se entregó a la muerte, en un acto supremo de abandono confiado.

Así entregamos hoy a Ana Luisa en las manos del buen Dios, de quien un día la recibimos para injertarla, por el Bautismo, en el misterio de Cristo, misterio de amor y de dolor. Su muerte se ha transformado en fuente de vida para todos. Descanse en paz.

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