domingo, 9 de julio de 2017

El amor y la ley

Comentario a la Palabra de Dios: Domingo XIV del tiempo ordinario, año A

Rubén Padilla tiene 29 años y vive en Ciudad Juárez. En su temprana juventud empieza a ingerir alcohol. Muere su abuela y, en vez de refugiarse en Dios, busca consuelo en la mariguana, luego la coca y la piedra. Finalmente en el cristal y se quiere morir. Pasa por cuatro rehabilitaciones, no puede dormir y pesa sólo 60 kilos.

Rubén Padilla y su esposa
Viene el nacimiento de su hijo, y Rubén tiene un despertar espiritual. Descubre a Dios en el milagro de la vida humana y lucha por liberarse de las fauces de la cultura de la muerte. Con la gracia divina transforma su hogar en casa de oración y hoy sirve en su parroquia, lejos de las drogas, donde ha formado un coro de niños. Muchos, como Rubén, han creído que la felicidad se puede encontrar siguiendo sólo los instintos, sin ley alguna que norme la vida.

Los gobiernos, desafortunadamente, creen hoy que le hacen un favor a los pueblos liberándolos de toda ley divina y ley natural. En el Estado de Chihuahua conducir un coche en tercer grado de ebriedad no es un delito, y se conceden permisos para que el alcohol se venda en los antros hasta altas horas de la madrugada. Tampoco el Estado nos hace un favor cuando autoriza el aborto legal, el uso lúdico de la marihuana o cuando pisa la dignidad del matrimonio y de la familia. Los pueblos se quedan viviendo en el libertinaje en todas sus formas. La vida sin ley y sin disciplina es vida regida según la carne, fuente de desorden y barbarie.

Tutelar la ley natural -la ley divina- es indispensable si queremos ser felices. La vida abandonada a los instintos y sólo al propio juicio conduce, tarde o temprano, a la muerte. Hay países en Europa cuyas poblaciones están en vías de extinción debido a las políticas anticonceptivas de sus gobiernos.

En el otro extremo está el grave peligro de aplicar todo el peso de la ley moral. Jesús denunció a los fariseos que "ponen fardos pesados y los imponen en las espaldas de las gentes, pero ellos ni siquiera un dedo se atreven a mover" (Mt 23,4). Sucedió en el siglo XVII, cuando un teólogo llamado Jansenio, predicó que los hombres estamos predestinados, unos al cielo y otros al infierno. Proclamaba una moral tan rígida y exigente, que había una larga lista de requisitos para recibir la absolución en el confesionario o para comulgar en la Eucaristía.

En España Francisco Franco, al derrotar a los comunistas en 1936, impuso un régimen de ultraderecha -el Franquismo- donde la Iglesia casi estaba tan identificada con el gobierno, que era casi una obligación asistir a Misa los domingos. Las consecuencias fueron terribles para la Iglesia en España, quien hasta hoy sigue sufriendo el odio de muchísimos españoles que se volvieron anticatólicos. El cristianismo no puede ser una carga pesada para nadie, mucho menos para un pueblo de nuestros tiempos.

Entre estos dos extremos -la anarquía moral y el rigorismo- Jesús contrapone sus mandamientos, a los que llama yugo suave y carga ligera. Él quiere que vayamos a su escuela para aprender este nuevo modo de vivir y de ser hombres: "aprendan de mí", dice. Es un rey humilde que no oprime las espaldas de nadie con cargas excesivas.

Hay quienes la moral de Jesucristo les parece demasiado severa e imposible de vivir. "¿Por qué los novios no podemos tener relaciones sexuales antes del matrimonio?", muchos se preguntan. "¿Qué tiene de malo que, de vez en cuando, me 'eche una canita al aire' con tal de que no le falte dinero a mi esposa?" Cuando vivimos el cristianismo como mercenarios que quieren trabajar con el mínimo esfuerzo y que sólo esperan la paga de su salario, estamos lejos de ser cristianos, de verdad.

Los cristianos observamos la ley con el espíritu de los hijos de Dios que hacen todo por amor. Si no tenemos este amor clavado en nuestros pechos, ser cristiano es una locura. El amor es, entonces, nuestra ley; es el que hace que el yugo de Jesús sea ligero.

Y cuando los mandamientos nos cuestan, o cuando el cansancio de la vida es tan grande por el enorme saco de pecados que vamos cargando, Jesús nos dice: "Vengan a mí". ¿Llevas en el alma un pecado inconfesable que te tiene confundido y lleno de vergüenza? "Vengan a mí, y yo les daré descanso", dice el Señor. ¿No te atreves a confesar lo que eres porque temes un juicio sobre tu persona? "Vengan a mí, yo los aliviaré", insiste. ¿Te crees condenado porque piensas que Dios no te perdonará lo que hiciste? "Vengan a mí", repite Jesús. Su rostro está en el confesionario y se llama misericordia.

Lejos de sentir una carga insoportable, la Eucaristía nos hace sentir ligeros. En ella somos los comensales de Dios. Más que súbditos que cumplen órdenes, somos hijos de Dios que caminan con Él, en la alegría de cumplir sus mandamientos, caminando hacia la vida eterna.

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