jueves, 27 de octubre de 2016

Qué hacer con los cuerpos de los difuntos

Muchos cristianos guardan las cenizas de sus seres queridos difuntos en sus hogares. Otros las dividen para repartirlas entre los familiares y hay quienes las esparcen en el desierto o en el mar. Espero yo nunca cometer ese error. Mucho menos quisiera hacer con las cenizas de un ser querido una especie de gema para colgármela al cuello. No quiero hacerlo porque confío en la sabiduría de la Iglesia, quien ha hecho explícita su prohibición en el recién publicado documento ‘Ad resurgendum cum Christo’, avalado por el papa Francisco.

Los católicos tenemos un sentido preciso de la vida y de la muerte. Vinimos al mundo salidos de las manos de Dios, y saldremos de este mundo para vivir perpetuamente con el Señor. Como cristianos no podemos aferrarnos a quienes ya murieron. Nuestro amor por nuestros familiares y amigos difuntos ha de ser grande y por eso, con frecuencia, elevamos nuestra oración a Dios por su eterno descanso. Pero no debemos de obsesionarnos con ellos. No somos dueños de sus cuerpos. Los recibimos durante sus vidas como regalos de Dios y después de su muerte se los devolvemos a Él como signo de que le pertenecen.

Poseer los restos mortales de una persona es seguir girando en redondo, es no darle sentido a la vida y permanecer con las ventanas cerradas al misterio. Es querer atrapar al muerto en nuestra mediocridad terrenal y no dejarlo partir hacia el Absoluto. Es olvidar que venimos del Señor, que vivimos para el Señor y hacia el Señor regresamos.

Creo que retener en casa las cenizas de nuestros seres queridos tampoco es vida. Me parece que es una especie de luto que se prolonga indefinidamente. Es anclarse a un pasado que se fue, es dejar de buscar a Dios en el presente y renunciar a aventurarse en el futuro para unirnos a Él. Dejar partir a nuestros difuntos y depositar sus restos en un cementerio o en un una iglesia, lejos de hacer absurda la vida, nos abre a su sentido verdadero, a un destino trascendente que justifica el haber nacido un día. Los restos de nuestros seres queridos reposando en un lugar sagrado avivan nuestra Esperanza y nos empujan a mirar hacia lo alto.

En mi testamento –que me he propuesto hacer durante el mes de noviembre– dejaré muy claro que mis cenizas no se repartan entre mis familiares, y mucho menos que alguien las arroje en la cascada de Basaseachi o las esparza en los médanos de Samalayuca. Tampoco quiero acabar en algo parecido a un pastel de bodas que se corta en rebanadas para ser distribuido en pequeñas porciones.

 
La Resurrección de Lázaro, mosaico de la Basílica de San Apolinar, Rávena Italia
Si espero resucitar con Cristo es porque antes fui sepultado por el bautismo en su muerte, así que quiero que mis restos esperen la Resurrección en el silencio de un cementerio o en el recogimiento de una cripta. No creo que el nirvana sea mi último fin, ni tampoco creo que un día me fundiré con la energía cósmica ni con el espíritu de Brahama. Soy cristiano y creo que un día resucitaré –para el cielo o para el infierno según el juicio divino– con mi propio cuerpo. Por eso en mi testamento solicitaré que a mis restos mortales –que fueron vehículo del Espíritu Santo– se les trate con un poco de cariño y reverencia.

También dejaré claro, en mi última voluntad, que no se permita que alguien haga con mis cenizas una alhaja o una pulsera. No me gustaría acabar convertido en fetiche. De esa manera a nadie se le ocurrirá sobarme –cual pata de conejo o amuleto– para traerle un poco de buena vibra. Si así fuere, yo quedaría transformado en vehículo de perdición para los supersticiosos.

“Esfuércense por entrar por la puerta angosta”, dijo Jesús. Quien se va uniendo al Señor, se va librando de tantas cosas innecesarias, y me atrevo a decir que a esta categoría pertenecen las urnas con cenizas de nuestros familiares difuntos que podamos tener en casa. Podrán esas cenizas ser apreciadas para quienes convivieron cercanamente con la persona, pero para la siguiente generación comenzarán a ser incómodas y para las siguientes generaciones, un franco estorbo. Por eso no es necesario que estén en casa, y en cambio sí lo es el que reposen en la paz de un cementerio o en un columbario para cenizas.

Cuánta razón tenía Machado en esos versos: Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontrarán a bordo ligero de equipaje, casi desnudo como los hijos de la mar. Así también quiero yo dejar un día mi casa, y salir en cuerpo y alma, buscando el mundo futuro.

1 comentario:

  1. Lo que es tristisimo son los comentarios en las redes sociales de tanto pagano y catolico light que ni siquieran conocen un poco de la doctrina que custodia la Iglesia y vociferan e insultan sacando todo el odio que guardan en su corazon...

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