viernes, 13 de febrero de 2015

Sacerdotes para el siglo XXI

Quizá hay fieles que han detectado que su sacerdote sufre por algún motivo. En los últimos años se ha vuelto irritable, es intransigente, le gusta el dinero, se le ve con ciertas amistades particulares o tiene algún vicio oculto que ya se empieza a percibir y que da origen a rumores en la parroquia. Todos hemos conocido sacerdotes felices y también algunos que no son felices. El pueblo de Dios merece, sin duda, sacerdotes felices, hombres íntegros que sean capaces de llevarlos a Dios y acompañarlos en sus batallas.

El sacerdote ha sido, tradicionalmente, el hombre que acompaña al pueblo, que lo educa y pastorea, que ha aprendido muchas cosas en el Seminario y que hace cercano, para la gente, el misterio de Dios. Pero ahora la perspectiva está cambiando. La Iglesia empieza a mirar al sacerdote no sólo como pastor sino como oveja que hay que acompañar y seguir formando para que tenga mejor capacidad de pastorear a su pueblo. Se trata del despertar de un verdadero acompañamiento a los sacerdotes, en diversas áreas de su vida: humana, intelectual, espiritual y pastoral.

¿Por qué se necesita acompañar mejor a los sacerdotes? En primer lugar se necesita fortalecer su identidad como presbíteros. A veces el sacerdote no tiene claro que la ordenación sacerdotal lo transformó en otro Cristo para el mundo, en hombre de Dios y de la Palabra, y así vive sin cultivar vida de oración, o celebra los sacramentos de manera descuidada. Quizá le parezca que su quehacer tiene poca utilidad en la sociedad cuando, en realidad, el sacerdocio es una de las vocaciones que más embellecen la vida comunitaria. ¿Puede aspirarse a algo más grande que ser un mediador entre Dios y los hombres para enseñarles los misterios divinos, santificarlos con los sacramentos y acompañarlos en sus batallas en su camino hacia el Cielo?

No es fácil sembrar el Evangelio en el mundo actual. La cultura se ha vuelto tan compleja que si el sacerdote no continúa cultivando su intelecto, difícilmente dará una buena orientación moral y espiritual en asuntos de bioética y ecología, economía, educación, política y empresa, en asuntos de sexualidad y vida, de matrimonio y familia. Una formación permanente es indispensable para llevar la luz de Dios a los temas que suscitan grandes interrogantes para el hombre de hoy.

La vida del sacerdote está compuesta de un sinnúmero de encuentros diarios. Desde personas que le cuentan problemas graves, gente que se alegra por un ser querido que ha nacido y otros que lloran la pérdida de sus familiares, hasta aquellos que le abren su corazón para exponerle las más oscuras realidades del alma humana o de la vida familiar. Vienen a él personas con asuntos administrativos y problemas legales. ¿Cómo manejar el estrés? ¿Cómo vivir esos encuentros conservando el equilibrio emocional y no desintegrarse? No es raro encontrar hoy sacerdotes jóvenes con graves problemas de salud debido a mala alimentación, descanso insuficiente y vida sedentaria.

Puede ser que haya personas que lamentan que su sacerdote sea un hombre autoritario y déspota, que no sabe llevarse bien con todos, que tiene grupos o personas preferenciales o que vive aislado de sus hermanos sacerdotes. O bien, que no viva el celibato en la alegría de donarse a todos, sin un amor exclusivo hacia una persona.

La inmensa mayoría de los sacerdotes –me atrevo a decirlo– son hombres felices que luchan por vivir su ministerio con fidelidad, sacan tiempo para su formación permanente, cultivan una vida espiritual que es estímulo para los demás, y tienen un auténtico sentido misionero. Es bellísimo encontrarlos pastoreando, con entrega generosa, a los fieles de sus parroquias o en el servicio a la formación de nuevos presbíteros.

Sin embargo es un ministerio que, por su delicadeza y alto grado de responsabilidad, necesita acompañamiento cercano. Yo me alegro sobremanera por este nuevo cuidado que la Iglesia está invirtiendo en el pastoreo de sus pastores. Oremos para que esta iniciativa forme mejores sacerdotes que sean puentes más sólidos, y no obstáculos, en el encuentro de los hombres con Dios.

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